La matriz de los factores que llevaron a El Salvador a ser uno de los países más violentos del mundo continúa ahí, inalterada; entiéndase pobreza, hambre, desempleo, falta de oportunidades y exclusión. El modelo económico no da de sí lo suficiente para que más ciudadanos puedan superar la línea de la pobreza, y después de la pandemia la tendencia va en sentido contrario; en un escenario de ajuste fiscal y de contracción del tamaño y operatividad del Estado, si el propósito íntimo del gobierno es contribuir al desarrollo humano y acuerpar a las ingentes capas de renta baja, entonces juega con el viento en contra.
Reconocer sus limitaciones en la materia y diseñar planes de contingencia es lo que corresponde a una administración responsable, que se concentre menos en el cansino juego de la confrontación política y se enfoque en la población, empezando por aquellos que resienten la crisis económica en el lugar que más duele: el comedor.
Pese a que hay un plan de venta de alimentos a menores precios en algunos mercados establecidos por el gobierno, el alcance es nimio; por más que se lo publicite, la mayor parte de la población se queja de sostenidas alzas en el precio de los productos de primera necesidad. Al añadir a esta problemática la falta de políticas públicas que beneficien al sector agropecuario y que, en consecuencia, El Salvador dependa de las importaciones para satisfacer la demanda de granos básicos, se entiende el tamaño del riesgo. Por algo importantes estudios hablaban de que este año más de 800 mil personas enfrentarían dificultades para obtener alimentos, y la Organización de las Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación consideraba que la crisis alimentaria se intensificaría a partir del segundo trimestre.
El otro factor que desvela a la nación es el del desempleo; aunque los números dan cuenta de una tasa que oscila alrededor del 5.8 por ciento de la población económicamente activa, las cifras ignoran el crecimiento del empleo informal pese a las dificultades establecidas por los cuerpos de seguridad en el terreno y de los mejorados controles y herramientas de recaudación hacendaria; y otro componente a tomar en cuenta es que el desempleo juvenil continúa arriba del 10 por ciento, con lo que eso supone en términos de exclusión social, pobreza intergeneracional, delincuencia y pérdida de talento.
El Estado tendrá, por activa y por pasiva, que dejar de comprar y contratar en los niveles que acostumbró el quinquenio anterior; continuará siendo el principal motor de la economía, pero si antes no fue lo suficiente, mucho menos en un contexto de ajuste y pretendida eficiencia. El empresariado nacional ha mantenido hasta donde ha podido sus inversiones, pero el despegue que El Salvador necesita requiere de actores internacionales más potentes, que hagan una apuesta directa por el país, que sometan a test a la institucionalidad, a la burocracia, a la tramitología y que aporten al gobierno información desapasionada y realista sobre qué tan atractivo es el país, qué le sobra, qué le falta, qué le urge.
Una de las urgencias es certeza jurídica, Estado de derecho y garantías constitucionales. Los utensilios de los que el gobierno echó mano para contener y enfrentarse a las consecuencias de los problemas estructurales y la abulia de los gobiernos anteriores en materia de seguridad funcionaron para efectos punitivos; si ya se superó aquella terrible coyuntura, lo peor que puede hacerse es actuar en automático sin entender que el pensamiento estratégico debe ser dinámico, lúcido y poner en el centro a la persona humana.
