El proceso de conversión por el que un poder autoritario se transforma en un Estado de Terror no ocurre de forma expedita. Es un proceso que requiere de muchos años. Para que se materialice, tienen que ocurrir una secuencia de hechos que, con el paso del tiempo, se articulan entre sí. Me referiré a cuatro de esos factores generales.
Hace falta establecer un método de gobierno extendido y capilar, según el cual el poder se ejerce por la fuerza. Este es el primer gran hecho. Su argumento dice: si se ha obtenido un mandato, este debe imponerse al costo que sea, pasando por encima de las leyes, las libertades, los méritos y los compromisos. Por la fuerza, incluso cuando la contraparte ha sido derrotada.
El poder así concebido entiende cada avance sobre las dificultades como una victoria, más meritoria todavía si ella es producto de doblegar a la realidad y sus lógicas. Por lo tanto, quiero señalar con esto que el Estado de Terror, aunque sea establecido y guiado por una cúpula, debe configurarse como una variante específica de la cultura corporativa, guiada por una premisa propia de los regímenes totalitarios: que unos grupos de la sociedad (los militares, los policías, los miembros del partido y los funcionarios públicos, principalmente) detentan la facultad de imponerse al resto de la sociedad de forma irremediable. Esta es la única y verdadera base política del Estado de Terror: la que constituyen los funcionarios que aterrorizan a la mayoría social en todas las instancias posibles, de forma cotidiana y sistemática.
La doble herramienta que estimula y acelera la ramificación del Estado de Terror es de una enorme eficacia: corrupción e impunidad. Cuando el funcionariado de los regímenes totalitarios asume que, haga lo que haga, no será castigado, la arbitrariedad, los abusos, las acciones unilaterales, el sometimiento, el robo, la extorsión, el desconocimiento de la ley se propagan e intensifican. Hasta los funcionarios de menor rango experimentan, a un mismo tiempo, miedo al jefe o a los jefes, y una multiforme sensación de complicidad con ellos, porque esos sujetos, de los que reciben órdenes siempre ilegales, siempre siniestras, son también sus protectores, la fuente de la que llegan las comisiones, los pagos bajo cuerda, los privilegios provenientes de las arcas de la Nación, dólares y prebendas que, una vez que llegan en bolsas negras a despachos en Miraflores, Carmelitas o La Campiña, circulan aguas abajo como requisito de las operaciones con las que el régimen de Terror se hace palpable.
Pero para que el estatuto de Terror mantenga una mínima cohesión y sostenibilidad en el tiempo, hace falta construir un gran discurso, que debe recargarse de forma paulatina, en el que unos ciudadanos y organizaciones son presentados como peligrosos enemigos que practican el terrorismo, actúan instruidos por agentes extranjeros, organizan y realizan prácticas delictivas, conspiran, planifican atentados, sabotean todas las instalaciones estratégicas imaginables, y así, en una cadena interconectada de delitos de distinta índole, se los presenta –ojo, que esto es muy importante– como enemigos muy peligrosos y hasta letales. Personas intachables y ajenas a cualquier práctica de violencia son presentadas como un criminal de largo expediente.
No importa –y a esta hora esta consideración es fundamental– que las acusaciones lanzadas por el Estado de Terror no tengan fundamento alguno, ni razonabilidad, ni lógica, ni probabilidad alguna de verdad. Y digo que para la dictadura el apego a los hechos carece de relevancia, porque en el momento en que el régimen de Terror ha alcanzado su plenitud, ya se ha desconectado de lo real. Ha enloquecido. Inventa de forma ilimitada, hasta el extremo de urdir historias, como la más reciente y en curso, según la cual organizaciones históricas en la Defensa de la Vida y los Derechos Humanos, organizaciones y personas cuya conducta y reputación es indiscutible, como PROVEA y sus miembros, como Médicos Unidos por Venezuela y sus miembros, y como el Foro Penal y sus miembros, formarían parte de megabandas terroristas.
Aunque pueda parecer vana, la pregunta de ¿quién puede creer que estas organizaciones no gubernamentales son socios o copartícipes de planes delictivos?, es medular. La perplejidad que nos produce no debe ocultarnos el trasfondo: es una acción que, además de liquidar los mecanismos de denuncia del Estado de Terror, busca cohesionar a los miembros del régimen para obligarlos a mantener su adhesión, al tiempo que le dice al resto de la sociedad venezolana: “miren lo que somos capaces de inventar, miren el descaro con que fabricamos expedientes sin pruebas, constaten con que basta que tomemos la decisión de encarcelarte, aunque seas inocente y vivas en condición de indefensión”.
La historia nos ha mostrado una y otra vez que las maquinarias del Terror, incluso las más experimentadas, aceitadas y politizadas, necesitan un conductor, un líder que, además de dictar las instrucciones de cada día, debe inyectarles constantes dosis de odio y brutalidad. Y también nos ha mostrado, de forma inequívoca, que los jefes de esas maquinarias son siempre unos psicópatas. Monstruos de alma reseca y resquebrajada que se alimentan exclusivamente del dolor que se causa a los demás.
