“Conversar es humano”, escribe Octavio Paz, y lo explica así: los dioses no hablan: hacen, deshacen mundos mientras los hombres hablan; juegan juegos terribles. Supongo que para los dioses todo está dicho de antemano, antes de que se diga; de modo que hablar es inútil, y toda conversación, superflua, porque ya nada ha de ser comunicado, ni confrontado o completado.
Pero en nuestro caso es diferente; de ahí que lleva razón el escritor mexicano: conversar es humano. Es lo que nos caracteriza y nos distingue de los dioses; en el fondo, nuestras percepciones tentativas, inacabadas e inciertas.
He intentado comprenderlo recurriendo a la sucesión de acontecimientos que dan sustancia al Quijote, y para eso ha sido de enorme utilidad lo que Antonio Muñoz Molina subraya en su más reciente libro, El verano de Cervantes: una escritura desatada.
Al principio de su historia, el hidalgo manchego hablaba, se hablaba. Pero Cervantes o quienquiera que fuese el que en realidad escribió el libro, porque él lo niega, introduce en la historia un interlocutor, a Sancho, y ocurre que “gracias a Sancho, el delirio de una conciencia ensimismada… se abre a la confrontación con lo real, a través de una figura que hace posible el salto del monólogo a la conversación”. Conforme la narración prosigue, don Quijote, parafraseando a un connotado científico, va cayendo en la cuenta de que necesita a alguien que le diga constantemente que “está diciendo chorradas”, y ese es Sancho, el hombre del sentido común.
Don Quijote, digo yo, no es un personaje de la vida real que se convirtió en ficción, sino uno de ficción que se convirtió en un hombre de carne y hueso; no lo concibo de otra manera. Pero la trasmutación no habría sido posible y la permanencia del personaje en la historia no habría sucedido sin el diálogo constante con Sancho. Desde esta perspectiva, el don Quijote que conocemos y el ingenio que le atribuimos resultan de la conversación.
Yendo al grano: mi ingenuidad, de antigua data, me inclina a pensar que en el mundo el rasgo más acusado de la gestión política, que agita profundamente nuestras pasiones y nuestros intereses, es la tendencia contemporánea a encargarla cada vez más frecuentemente a los dioses y no a los hombres; todo, porque le amputamos en medida extravagante el diálogo sensato, valga decir, la conversación.
Carlos Arguedas Ramírez fue asesor de la Presidencia (1986-1990), magistrado de la Sala Constitucional (1992-2004), diputado (2014-2018) y presidente de la Comisión de Asuntos de Constitucionalidad de la Asamblea Legislativa (2015-2018). Es consultor de organismos internacionales y socio del bufete DPI Legal.