Esta historia comienza con el adolescente que fui hace algunas décadas, deslumbrado frente a la pantalla del televisor que transmite los cuartos de final de México 86. Ese fue el Mundial que popularizó entre las graderías la ola y el grito del ole. El que convirtió a Maradona en una deidad. “Su fútbol era mágico, pero no solo había fútbol en el fenómeno Maradona. Vivíamos con Dios. El dios con más debilidades humanas que se haya conocido”, comentó, años después, su compañero de selección, Jorge Valdano.
Volver al partido entre Argentina e Inglaterra supone instalarse en un paisaje de ciencia ficción. El smog denso del Distrito Federal de México y la altura, que supera los 2.200 metros sobre el nivel del mar, hacían que los jugadores se movieran como debajo del agua. “Será un Mundial muy lento. El que trate de picar se va a quedar sin aire”, vaticinó Maradona al llegar a México. Y así fue.
Los argentinos asistieron al partido inaugural entre Bulgaria e Italia y vieron cómo el búlgaro Sirakov, después de anotar el gol del empate, corrió hasta la barrera de carteles, saltó al otro lado y estuvo cinco minutos agachado. El soroche es un animal que no descansa. Te agarra el pecho y no te suelta. A ese escollo había que sumarle que los partidos se jugarían bajo el sol del mediodía: el mejor horario para favorecer la venta de los derechos televisivos del evento.
“Jugar acá a las doce, en esta época del año, es una barbaridad, un atentado contra la integridad física, pero el fútbol está subordinado al poder de la televisión”, comentó entonces Valdano. Maradona y Valdano anunciaron incluso la creación de un sindicato mundial de futbolistas con el propósito de enfrentar los abusos de la FIFA, pero la iniciativa no prosperó en ese momento.
El partido
El primer tiempo del Argentina-Inglaterra fue cerrado y deslucido. Esto convirtió una situación anodina en un episodio memorable: poco antes de cobrar un tiro de esquina, Maradona y el árbitro tico Berny Ulloa discutieron por una banderola que el argentino había tirado al suelo. Treinta y cinco minutos después, ya en el segundo tiempo, Maradona dejó de ser un veinteañero rebelde y virtuoso para convertirse en una leyenda.
El gol más controvertido de la historia comienza con un pase de Maradona a Valdano que se interrumpe y produce un balón elevado en el área inglesa. Maradona acelera y salta. El portero Peter Shilton habría logrado despejar el balón si el argentino, 18 centímetros más bajo, hubiera utilizado su cabeza. Pero no. Maradona anota con la mano. “Fue la mano de Dios”, afirmó después, inspirado, cuando la repetición y las fotografías le revelaron al mundo el engaño.
Cuatro minutos después del gol de La mano de Dios aparece el Gol del Siglo. Antes de anotar, Maradona arranca desde el propio terreno y evade a Hoddle, Reid, Butcher, Fenwick y Shilton. Sin despegar los ojos de la pantalla, celebro la proeza junto a 700 millones de televidentes. El locutor Víctor Hugo Morales teje un canto espontáneo y apasionado en el que nombra a Maradona Barrilete cósmico.
El encuentro
Treinta años después cayó en mis manos El partido (2016): un libro minucioso en el que Andrés Burgo revela que el Gol del Siglo no se gestó en solitario. “Cuando enfrento a Fenwick, me empezó a ayudar Valdano. Si Fenwick me salía yo se la daba y él quedaba solo contra Shilton, pero Fenwick no me salía –recuerda Maradona–.” Valdano replica: “Yo era como el traveling de la televisión, acompañando la jugada. Si me la hubiera pasado, yo habría convertido el gol con mucha facilidad, pero no habría sido el mejor de la historia de los mundiales”.
Hace pocas semanas, en el Cine Renoir Princesa de Madrid, reconocí, a tres metros de distancia, a Jorge Valdano. Los dos esperábamos para entrar en la sala, pero muy pronto cambié la espera por el intento de organizar mis ideas. Recordé que el delantero argentino fue el motor del regate y el avance de Maradona hacia la gloria. Lo vi en el contraplano del Gol del Siglo, desafiando, centímetro a centímetro, al soroche.
Pensé acercarme y contarle lo mucho que lo admiraba. Decirle que leía cada vez que podía su columna en El País y atesoraba sus antologías de cuentos sobre fútbol. Que había descubierto con asombro que hace cuatro décadas fue el socio invisible de Dios. El santo patrono de los trabajos no reconocidos. Pensé hacerlo, hice un par de intentos, pero no pude. No por timidez, sino por respeto a su más asombrosa virtud: su condición de invisible.
jurgenurena@yahoo.com
Jurgen Ureña es cineasta.