¿Y si solo aspiramos a ser una mejor Costa Rica?

¿Y si solo aspiramos a ser una mejor Costa Rica?

Panamá, abril de 1988. Ya todo el mundo sabe que Manuel Antonio Noriega es un narcotraficante. Está acusado de ello en la ciudad de Miami, Estados Unidos de América.

Desea afianzarse en el poder y se pronuncia contra ese país blandiendo un largo machete pulido, mientras, enfurecido, alardea: “(…) Ustedes, señores, lo único que acaban de recibir es este machete que representa la dignidad del pueblo panameño”.

Su historial en materia de derechos humanos es también ya conocido. Se rumora que pidió que le fuera traída, en valija diplomática, la cabeza de Hugo Spadafora, la cual, hasta la fecha, aún no ha aparecido.

Pero un país no se convierte de la noche a la mañana en un lugar donde los derechos humanos son relativos. Antes ocurre un proceso, lleno de señales y alarmas.

Un proceso como el que, por ejemplo, está ocurriendo en El Salvador, donde recientemente el presidente Nayib Bukele logró la aprobación de una ley que exige un permiso del Estado para que entidades no gubernamentales –entre ellas, muchas organizaciones de derechos humanos– y medios de comunicación independientes puedan operar en el país.

Esta norma, muy parecida a la que fue aprobada en Nicaragua algunos años antes, le otorga a Bukele la potestad de censurar a cualquier organización o medio que tenga una opinión distinta a la de su gobierno.

Silenciar voces disidentes es algo que une a los líderes proclives al totalitarismo, sin importar el color ideológico. Por eso resulta alentador el repudio de una gran mayoría de costarricenses a las recientes declaraciones del presidente Chaves, evocando los fantasmas del 48: una muestra de la importancia que la libertad de expresión tiene para los costarricenses.

Porque una guerra civil solo debe ser recordada como algo indeseable, no como una posibilidad latente, provocada por esos misteriosos “otros” que, según él, “(…) le jalan el rabo a la ternera”.

Un ciudadano que apoye este tipo de actitudes, lejos de ser el patriota que cree ser, es alguien que, por intereses personales, está dispuesto a despreciar los valores liberales –esos que están detrás del progreso y la estabilidad de la sociedad occidental– a cambio de soluciones falsas. Esa falta de civismo, lejos de ayudar, solo contribuye a lo que está mal en nuestro país.

Antes, decirse costarricense era motivo de orgullo. Era común, en muchos países, escuchar palabras bonitas sobre nuestra nación. Sabían que existíamos en el mapa. No era un lugar perfecto, pero se le admiraba.

Hoy es cada vez más común que nos conozcan, sí, pero por muchas razones negativas: por ser un lugar caro, por el aumento de las diferencias sociales, por el bajo precio en el que se consigue la droga y por la creciente cantidad de homicidios.

Por ello, algunos parecen desear que copiemos las medidas de El Salvador. Pero, así como no parece sensato aspirar a ser como Nicaragua, imitar las políticas de Bukele parece un camino hacia derivas no democráticas. No es con machete ni usando la fuerza que se solucionan los problemas de un país.

¿Y si, en vez de eso, simplemente aspiramos a ser una mejor Costa Rica?

Cualquier intento de rechazar la democracia es negar la memoria de nuestros abuelos y de todos aquellos que, hace casi 80 años, debieron sacrificar muchas cosas para que hoy podamos escribir y leer esto en libertad.

scasas@ymail.com

Sebastián Casas Zúñiga es abogado y máster en Derecho por la London School of Economics. Tiene una maestría en Finanzas por la Universidad de Cambridge.

Fuentes

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