Un majestuoso contrataque, que dejó la punta de su espada en plena anatomía del adversario, debió ser el final de la batalla, pero los jueces dudaron. Cambió la estrategia; atacó, con su largo brazo izquierdo, por el lateral que guía su arma, conocido como línea de sexta, y punteó el antebrazo rival y… tampoco los jueces lo aceptaron. Luego batió el acero del oponente, y el suyo halló el pecho del francés. La estocada convirtió a Cuba en una de las 14 naciones que subieron a lo más alto del podio en los II Juegos Olímpicos, en París-1900.
Aquella obra excelsa de Ramón Fonst fue la primera medalla de oro bajo los cinco aros de la Mayor de las Antillas, el 14 de junio, hace 125 años. Para ello tuvo que vencer el abolengo de las salas de armas europeas, en las que ya había brillado, y superar a laureados maestros, incluyendo a su profesor, el francés Albert Ayat, y en la disputa del cetro, a un solo golpe, a otro parisino, Louis Perrée.
Nadie en la sala olímpica daba crédito a lo que ocurría. La espada en el brazo de un joven, casi un niño, estaba atravesando la nobiliaria corte de la esgrima, justo en su Palacio Real. Ya con 76 años, y pocos días antes de que un coma diabético le asestara la estocada mortal a su vida, el 10 de septiembre de 1959, Fonst recordó aquel día, en la revista Bohemia.
«Cuando gané el campeonato olímpico, en el año 1900, contaba solo 17 años, y a pesar de la franca y potente hostilidad de los jueces, que no solo veían en mí a un extranjero, a un latinoamericano, a un intruso, sino a un muchacho que debía únicamente estar estudiando en liceo y no derrotando a ídolos consagrados».
¿Qué distinguía a la esgrima de Fonst? La aproximación más certera es la de uno de sus compañeros de armas, Albertson van Zo Post. «Su estilo no es el que yo mencionaría como modelo a un principiante. Su forma no es del todo francesa ni italiana, pertenece a una escuela de esgrima no reconocida; parece haber sido desarrollada por él para adaptarla a las particularidades de su físico».
Media casi dos metros, delgado, con extremidades largas y torso pequeño. Su sentido del combate y sus felinos desplazamientos lo hacían casi intocable.
En los III Juegos Olímpicos, en San Luis-1904, dejó un récord inigualable hasta hoy. En aquella cita ganó tres preseas doradas, lo cual ya era una colosal hazaña. Pero lo épico del hijo de Filiberto y de Juana es que, en 24 enfrentamientos, no recibió un solo toque.
Regresó a los Olímpicos, en el mismo París que curtió su infancia. En 1924, con 41 años, en la semifinal frente al británico Charles Briscos, la hoja en la mano del cubano se deslizó hacia adelante e impactó al rival, quien, en muestra de eximía ética y gesto caballeresco, exclamó: ¡Tocado! Saludó con su arma a Fonst, se quitó la máscara y le estrechó la mano.
Pero ese tampoco fue el final. Otra vez el jurado no vio ganador a Fonst, es más, consideró que él había sido tocado, para frustrar otra proeza del
caribeño. Esa escena hizo que un ídolo local y singular esgrimista, como Lucien Gaudin, ganador de cuatro premios áureos y dos de plata en Juegos Olímpicos, se retirara ante tanta injusticia.
Aun así, se proclamó campeón en florete, sable y espada, en 1926, en los I Juegos Centroamericanos y del Caribe. Se despidió, con ¡55 años!, en la cuarta edición de esas lides, en Panamá-1938, con una de oro, en el equipo de espada, y una de plata colectiva, en florete.
Su estatura deportiva trascendió la esgrima. Practicó y compitió en kárate francés, ciclismo y tiro. Cuenta su biógrafa, la también laureada esgrimista Irene Forbes, que en un año ganó 64 medallas de oro, 44 de ellas disparando.
A Fonst hay que reverenciarlo y revivirlo, para levantarnos sobre su legado. En él está su gran vocación martiana, la que debió a su padre, quien nunca dejó de apoyar las causas independentistas cubanas; el hombre que, en vez de vivir de sus glorias y de su fama, asumió al triunfo de la Revolución el modesto cargo de tesorero de la Dirección General de Deportes, y en el propio año 1959 fue asesor del Departamento de Educación Física y Deportes del Ministerio de Educación, hasta su muerte.
La esgrima cubana, que desde 1983, con la presea de bronce de su elenco de florete masculino, en el Campeonato Mundial de ese año, comenzó a honrarlo hasta pisar las ceremonias de premiaciones olímpicas y mundiales en los años 90 del pasado siglo, copando, además, los primerísimos puestos en rankings del orbe, debería volver a empinarse en su ejemplo.
Hoy no dominamos ni siquiera el área centrocaribeña, y es cierto que son complejas las dificultades de aseguramiento, pues vestir a un esgrimista, y ponerlo en una pista, sobrepasa los 3 000 dólares.
Pero hay que repasar la historia de este bello deporte, incluso esa reciente de las tres últimas décadas de la centuria anterior. Entonces, recordaremos al profesor Delio, en Las Tunas, enseñar con floretes de bambú; al inolvidable Polo, en La Habana, iniciar a sus sablistas con tuberías plásticas, y en Pinar del Río probaron hasta con el alambrón, también en Matanzas. Y se recuperó el espacio abierto por Fonst.
Comenzaron a venir los mejores del planeta a Cuba al torneo Villa de La Habana, coronado como Copa del Mundo, y antes al torneo Ramón Fonst in memóriam, que se ha perdido.
Siempre se puede más; la historia de Cuba, de su deporte y de su esgrima, en particular, lo han demostrado. Si no hay presencia extranjera, comencemos por devolvernos el certamen Ramón Fonst, aunque sea el mismísimo campeonato nacional el que lleve su nombre, para que el esgrimista que lo gane lo emule. Démosle al más técnico o al más destacado el premio Zurdo de Oro, como lo llamaron a él. Pero no lo dejemos morir, para que viva su obra en la esgrima de Cuba, a la que tanto amó.