En Panamá nos hemos acostumbrado a señalar. A buscar un culpable. A indignarnos con facilidad y exigir soluciones inmediatas desde una sola dirección: el gobierno. “El Estado no me da”, “las autoridades son responsables”, “si hubiera más apoyo yo podría…”. Y aunque en muchos casos esto es cierto, no deja de ser menos inquietante cómo, como sociedad, nos desligamos de nuestra propia cuota de responsabilidad.
¿Dónde empieza el deber ciudadano y dónde termina la queja?
Vivimos repitiendo que los cierres de calle son culpa de las autoridades, que la mala educación es culpa del gobierno, que la inseguridad es culpa del sistema. Pero no basta con señalar. En cada protesta que impide el paso de ambulancias, que retrasa a trabajadores o cierra escuelas, también hay una decisión individual: una mano que lanza la piedra, una voz que incita, una conciencia que calla.
¿Y si fuéramos nosotros los que, tras meses de esfuerzo, perdiéramos lo poco que hemos logrado por culpa de esa misma rabia mal dirigida? ¿Qué pensaríamos si la estufa que compramos con sacrificio terminara siendo usada como barricada porque “era necesario”? ¿Justificamos ese daño solo porque “los de arriba también lo hacen”? ¿Hasta dónde nos lavamos las manos mientras exigimos justicia con los pies metidos en el lodo?
No se trata de defender la ineficiencia del Estado ni de invisibilizar la injusticia estructural. Se trata de preguntarnos, con honestidad: ¿qué estamos construyendo como sociedad cuando optamos por destruir lo poco que tenemos? ¿Hay o no hay formas de hacerse escuchar sin sabotear lo que también nos pertenece?
Nuestro país no se construye únicamente desde el poder. Se edifica en las pequeñas decisiones diarias: en el respeto al espacio público, en la solidaridad con el vecino, en el rechazo frontal al clientelismo, en la ética con que ejercemos incluso los trabajos más sencillos. El civismo no es un accesorio de la democracia. Es su columna vertebral.
En este proyecto llamado Panamá, todos jugamos un papel clave. Las autoridades tienen una responsabilidad enorme —y muchas veces fallan—, pero eso no nos exime a los ciudadanos de actuar con coherencia. No basta con indignarse. También toca actuar con sentido común, con respeto por el otro, con una mirada de país que no se agota en la protesta, sino que también construye desde el ejemplo.
Porque el país no es solo lo que hacen o dejan de hacer quienes gobiernan. También es lo que nosotros permitimos, toleramos o repetimos. El caos institucional muchas veces se sostiene sobre la apatía ciudadana. Y en la ausencia de autocrítica, terminamos reproduciendo lo mismo que decimos combatir.
No se trata de callar ni de aceptar con resignación lo injusto. Se trata de ejercer la ciudadanía con madurez. Exigir, sí. Pero también proponer. Señalar, sí. Pero también dar ejemplo. La transformación que buscamos no vendrá solo desde arriba. Vendrá cuando dejemos de preguntarnos quién tiene la culpa y empecemos a preguntarnos: ¿qué parte de esto es mía?
Es hora de hacernos cargo. La responsabilidad es mía. Y también es tuya.
El autor es odontólogo.