La batalla entre el gobierno estadounidense y el sistema judicial norteamericano por el caso del salvadoreño Kílmar Ábrego continúa. Es cada vez más obvio que la discusión se bifurca entre lo procedimental y lo social, lo jurídico y la conversación. Esa división de lo político entre lo que el sistema permite y lo que la sociedad comenta, a la que muchas naciones dominadas por el autoritarismo se han acostumbrado, es de incierto desenlace en aquellos países donde la democracia funciona, y por eso este caso es imprevisible.
Mientras los jueces que llevan el caso se concentran en analizar de qué tan buena fe han sido los esfuerzos de la administración Trump para que el inmigrante deportado por un error administrativo regrese a los Estados Unidos de América, el gobierno aprovechó cada oportunidad que tuvo en las últimas dos semanas para sembrar en la opinión pública la convicción de que es una persona de alta peligrosidad y que sus afiliaciones bastan para justificar todo lo que se hizo con él. Se trata, pues, de dos procesos distintos, paralelos, que no se cruzan: el establecimiento de una verdad jurídica y la aplicación de sus consecuencias por un lado, y la construcción de una certeza desde la propaganda. No necesariamente concluirán en una misma dirección, y es posible que la justicia dicte una cosa y que en la sociedad, o en amplios sectores de ella, quede afirmada una impresión diametralmente opuesta.
La tensión alrededor de este caso es precisamente la que se teje entre el proceso y la narrativa, una dialéctica cada vez más frecuente en las democracias continentales: los ciudadanos desean que el poder sea ejercido y lo haga en público, incluso con pomposidad, pero ya no se fían de que la información con la que la institucionalidad explica, describe y justifica lo que hace sea inteligible y veraz.
Desde el poder se insiste en invertir en difusión y publicidad por ese mismo motivo, porque en el choque continuo entre antipolítica y sistema, entre populismo y democracia, el único modo de garantizar alguna cohesión de todo el cuerpo social en torno a una idea legitimadora tanto del gobierno como de las ideas que este sustenta es a través de la propaganda.
Por eso es válido decir que, en aquellos países en que la democracia está debilitada, la propaganda es la forma en la que el Estado se comunica de modo dominante; es un signo de autoritarismo en ascenso, a menos que siga teniendo numerosos y poderosos contrapesos, lo cual significa que hay componentes críticos e independientes que se manifiestan contra las versiones oficiales. Y al revés, cuando la representación se anula, la información se somete a controles y la expresión de las propias opiniones se restringe, ya sólo se consume propaganda; y cuando la propaganda domina, la comunicación circula forzosamente en una única dirección, al tiempo que se limitan las voces autónomas.
Uno de los derivados de esta situación es que, en temas como el del inmigrante salvadoreño deportado desde los Estados Unidos de América, lo que debería ser el acto crítico y consciente de cualquier ciudadano de consumir información confiable hasta formarse un criterio al respecto, termine siendo una decisión de índole ideológica o casi un acto de fe, el de decidir creer o no en lo que tal o cual personaje afirma sólo porque sí. Cada vez que alguien piensa así, cada vez que el dogmatismo se anota una victoria, la democracia se anota una derrota.
