El Día del Padre y el Día del Maestro conviven en el calendario, y eso, como decimos en el título de esta Columna, no es algo casual, pues las vitales misiones de ambos, que en los hechos ejercen una especie de alianza espontánea y definitiva, determinan destino para los seres humanos de todos los tiempos y latitudes. Y esto es así cualesquiera que fueren las condiciones sociales y temporales en las que se muevan los seres humanos existentes, y con independencia de lo que constituya cada identidad individual o de lo que represente cada giro del tiempo. Así como la madre, el padre ejerce función de guía trascendental en el desarrollo de los hijos; y los maestros, en acompañamiento de primera línea, son los encargados de forjar las rutas del desarrollo intelectual, sobre la base de los criterios morales. Porque tanto los padres como los maestros son gestores de vida individual y colectiva en todas las épocas y realidades.
Desde luego, y teniendo en debida cuenta que los escenarios del desarrollo y del subdesarrollo son determinantes para dar pie a los resultados correspondientes, cada situación genera sus propias expectativas y condiciona sus propios resultados. Y así lo que tenemos enfrente, mañana, tarde y noche, es un paisaje en el que el colorido de la respectiva realidad forja su propio argumento de vida, y por cada rendija accesible se van colando rostros e identidades que son el elenco que acompaña a cada uno de nosotros y que es desconocido para los demás. En todo caso, nunca hay que dejar a un lado el hecho de que nuestra respectiva responsabilidad –que es interior y exterior al mismo tiempo— necesita, desde el primer día de la existencia, el aporte formador de parte de aquellos que están aquí para proveerlo.
El padre es el varón que está llamado a dar el mejor ejemplo de la perseverancia y de la disciplina en el seno del hogar, y la madre es la hembra a quien le corresponden los afanes de la ternura y de la inspiración. En un momento temprano de la vida, esa red de fuerzas formadoras debe ser enriquecida por la claridad del conocimiento en sus más diversas expresiones, y esa es la labor que le compete al maestro. Y para que haya éxito completo es indispensable que todos los componentes mencionados se integren de manera plena en el ámbito de cada proceso vital. La sociedad individualizada es el muestrario de los resultados que provienen de dicho proceso, y ahí tenemos la medida del desempeño integral, aquí y en cualquier otra agrupación específica.
Los seres humanos tenemos nombre y apellido, seamos quienes seamos y estemos donde estemos. Esa es nuestra marca original para ser identificables. La personalidad humana se dibuja ahí, pero su desempeño completo requiere de otros componentes sucesivos; y eso depende de cuál sea nuestra suerte en el proceso respectivo. De esto último deriva lo que nos toca en el desenvolvimiento de nuestra realidad en todos los sentidos. Y en tanto más conscientes estemos de ello, lo que vayamos logrando tendrá mayores beneficios personales y estructurales que se puedan cosechar. Por ahí va la ruta de nuestra suerte día tras día y año tras año.
En lo que se refiere a todo lo que concierne a este campo de las conductas humanas fundamentales, es clave poner la adecuada atención sobre lo que va envuelto en ellas, ya que ir dejando cabos sueltos, como se ha venido volviendo cada vez más común y obsesivo en nuestro ambiente, deriva en una suerte de desorden conductual en el que proliferan vicios colectivos de toda índole. Disciplinémonos, pues, de tal manera que el orden asuma el rol individual y social que debe serle propio, para que el progreso real no se diluya en vaguedades y en improvisaciones.
En todas partes, y muy particularmente en nuestra comunidad salvadoreña, es de rigor fortalecer de manera intensiva el rol de la familia, y el del padre en especial, porque se ha ido debilitando en el curso de la evolución; y al mismo tiempo, hay que enriquecer la tarea educativa, en todas sus fases formadoras, para que los connacionales puedan desarrollarse sin excepción de ninguna índole. Si tal coincidencia se da en concreto y más allá de las diferencias tan arraigadas, iremos en serio por el buen camino.
En las vidas familiares e individuales, la fortaleza o la debilidad de todas estas prácticas se manifiestan con toda elocuencia, y así se puede calibrar más certeramente cómo es que se dan los deterioros y las conflictividades. El vivir y el convivir no hay que dejarlos estar, porque las fallas pueden llegar a ser catastróficas para el hoy y para el mañana. Eso se percibe a cada paso sin necesidad de mayores análisis.
Hay que hacer que la paternidad opere en el marco pleno de su misión sustentadora y que la enseñanza formativa se desenvuelva sin exclusiones de ningún tipo. Para que todo esto se dé es necesario que las libertades funcionen y que los Derechos Humanos estén activos sin límites ni tapujos. Todo esto en un ámbito de nitidez histórica.
A veces –y lo digo por experiencia propia— las deficiencias en las relaciones familiares impulsan un despliegue educativo fuera de serie. Y hay que hacer que estos contrastes les den alas compensatorias a las energías positivas que llevamos dentro.
Lo más importante y determinante de todo es que los ejercicios de la paternidad y de la formación intelectual vayan constantemente de la mano, de modo armonioso.
Porque sólo así habrá seguridad de contar con una población de primer nivel.
