Marta Elena Casaús Arzú: la historia de la académica, madre y abuela que pone el racismo en el centro del debate

Marta Elena Casaús Arzú: la historia de la académica, madre y abuela que pone el racismo en el centro del debate

La socióloga guatemalteca Marta Elena Casaús Arzú será homenajeada el jueves 10 de julio en la Feria Internacional del Libro, (Filgua) y busca abrir un diálogo sobre los temas relacionados con la memoria histórica, el racismo y la nación.

A través de esta plataforma ha presentado diferentes talleres y conversatorios. Durante Filgua se han presentados los libros de la autora Aportes del pensamiento centroamericano, Racismo, genocidio y nación, Antoni Gambaud Carrera y El racismo no ha muerto.

En la 8ª calle y 3ª avenida del Centro Histórico, frente al recordado Cine Capri —donde hoy funciona el restaurante del francés Antoine Courbina—, y apenas a una cuadra de la Biblioteca Nacional, hay una casa antigua en la cual, al entrar, el tiempo y el espacio parecen cambiar en un instante.

En el centro del inmueble destaca una fuente que conecta las salidas de las habitaciones de una casa transformada ahora en un espacio de encuentro para personas llamadas al intercambio de ideas y diálogos. El día de la entrevista, a finales de junio, coincidieron en el lugar cerca de 30 mujeres, cada una inmersa en una dinámica que parecía profunda. Llevaban carteles en el pecho: una representaba a los jueces, otra a la Policía, y otras encarnaban distintos roles sociales. El reto era ponerse en los zapatos del otro y buscar soluciones.

Este lugar es la Fundación María y Antonio Goubaud Carrera. Dedicada a la memoria del primer antropólogo profesional de Guatemala, Antonio Goubaud Carrera (1902-1951), fundador del Instituto Indigenista Nacional, y a su hermana María Goubaud Carrera, abuela de la socióloga Marta Elena Casaús Arzú, quien donó la casa en la que hoy funciona la institución.

Casaús Arzú considera a la Fundación como su hijo menor. Su misión es crear un espacio de sociabilidad, entendimiento y diálogo intercultural, y alcanzar una relación más fluida entre quienes buscan mejorar las condiciones sociales, económicas y de respeto a los derechos humanos de los sectores más desfavorecidos de la población.

“En 2025, la Filgua estará dedicada a Marta Elena Casaús Arzú, doctora en Ciencias Políticas y Sociología, quien ha hecho notables contribuciones para comprender nuestro país. Uno de sus grandes aportes ha sido el relacionado con la comprensión del racismo estructural como soporte ideológico para justificar la explotación de los indígenas”, expresa la bienvenida oficial a la actividad que retomará actividades el jueves 10 de julio, después de una pausa el miércoles 9 a causa de los temblores.

Casaús Arzú recibe a este medio en una de las salas de la Fundación, haciendo un espacio en una agenda que ha duplicado su ritmo desde que Filgua la nombró homenajeada.

En entrevistas anteriores, usted compartía que sus primeros encuentros con el racismo se dieron durante la niñez. ¿Qué recuerda de esa época?

Fui una niña muy especial porque me crié con mis abuelos, María Goubaud —quien me dejó esta casa, ahora convertida en fundación—, y Arturo Castillo, uno de los fundadores del pensamiento centroamericanista. Me crié en El Zapote con ellos, como hija única, en una especie de burbuja: no me dejaban jugar con otros niños por miedo a que “me contaminara”. Un día, aburrida por no tener amigos, crucé la calle hacia la ranchería, donde veía a los niños jugar y ensuciarse. Al regresar, me castigaron. Tenía unos 6 o 7 años, y ahí entendí que con “los otros” no se jugaba. A partir de entonces fui acumulando pequeñas percepciones sobre la diferencia entre “nosotros” y “ellos”. Más tarde, salí de Guatemala siendo aún adolescente, alrededor de los 12 o 13 años, y me fui a vivir a España. Allí confirmé que existían sociedades más igualitarias, donde las diferencias sociales y étnicas no eran tan marcadas. Pero al volver, cuando mi madre enfermó de cáncer, experimenté un choque con la realidad. Volví a ver las profundas desigualdades y noté cómo mi abuela —a quien adoré— decía frases como: “Con indios no se juega” o “No se ponga morena, que va a parecer indígena”. Había una negación de lo guatemalteco. Pensé que era una percepción personal, pero luego entendí que era parte de una cultura más amplia.

¿Ayudar a sanar procesos forma parte del trabajo que hacen en la Fundación? ¿En algún momento utilizan constelaciones familiares?
Las constelaciones familiares son un enfoque psicológico que plantea que nuestro pasado genealógico influye en nuestro presente. Es cierto que el lugar donde naces —si perteneces a la élite, por ejemplo— ya viene con prejuicios sobre “los otros”. Sin embargo, en la Fundación no usamos constelaciones como metodología. Aquí trabajamos con grupos focales, sociogramas, diálogos e interacciones que fomentan la confianza y el empoderamiento, especialmente entre personas afectadas por la violencia. Las colocamos en distintos roles para imaginar cómo sería el país si ellos fueran jueces, magistrados o tomadores de decisiones. Este espacio está abierto a cualquier organización que promueva el diálogo intercultural, interétnico e intergénero.

Esta fundación es como otro de sus hijos. ¿Cómo nació?
Sí, sin duda. Es como un cuarto hijo, o tal vez un sexto nieto, porque tengo cinco. Volví a Guatemala en 1996, tras los Acuerdos de Paz. Empecé a trabajar con pueblos indígenas en procesos de formación: maestrías, doctorados, capacitación. Creamos una maestría para mujeres e indígenas en Quetzaltenango, donde conocí a Rigoberto Quemé Chay, entonces alcalde de Xela, y a su madre, doña Sofía, a quien consideré una segunda madre. Ese fue el inicio de un camino compartido con académicos y líderes indígenas. El criterio siempre fue pertinencia étnica, de género y etaria, al igual que la fundación. Fundamos formalmente la organización en 1985, pero, debido a la violencia, no la pusimos en marcha hasta 2019. Fue como concretar 40 años de trabajo. Hoy, quienes la integramos somos personas comprometidas con esa trayectoria.

Marta Elena Casaús Arzú busca, a través de la investigación y la educación, promover el respeto a los derechos humanos. (Foto Prensa Libre: cortesía Fundación María y Antonio Goubaud Carrera)

¿Cuáles han sido los principales cambios que ha visto en Guatemala?
Yo prefiero ver el vaso medio lleno. Uno de los grandes logros ha sido que el racismo se ha colocado en la agenda pública. Hoy casi nadie puede negar que Guatemala es un país profundamente racista. Y ese es el primer paso: asumirlo. También hemos tenido sentencias importantes en juicios de derechos humanos, como el de las mujeres achí, que por primera vez visibiliza la violencia sexual como crimen de lesa humanidad. Aunque hemos tenido retrocesos —como decisiones regresivas de la Corte de Constitucionalidad—, los avances son esperanzadores. También cuando nos encontramos con una corriente conservadora de supremacía blanca, de profundo racismo como la administración de Donald Trump, te das cuenta de que el racismo no ha muerto.

¿Qué mensaje desea transmitir en esta Filgua?
El homenaje me tomó por sorpresa. Nunca me ha interesado la apariencia, pero vi la oportunidad de convertirlo en un espacio de reflexión crítica. Organizamos mesas de diálogo sobre tres temas claves: memoria, nación y racismo. La memoria es vital para que los jóvenes comprendan el pasado y construyan el futuro. La nación, entendida como un proyecto colectivo en el que todos y todas —mayas, garífunas, mestizos, personas con diversidad sexual— nos sintamos incluidos. Y el racismo, que creímos superado, pero ha resurgido con fuerza. Por eso presento un nuevo libro: El racismo no ha muerto. Creíamos que el racismo había muerto, y no ha muerto; abordamos sus nuevas formas.

En Filgua tendrá un conversatorio con jóvenes. ¿Qué espera de ese encuentro?
Además del conversatorio del día 10, tendremos tres talleres sobre memoria, racismo y recorridos históricos. Queremos que los jóvenes descubran las voces silenciadas: mujeres, poetas, activistas asesinados o desaparecidos. Me emociona ver que cada vez más jóvenes leen mis libros. Incluso estamos pensando en una versión adaptada para ellos, más ágil.

¿Cómo ha vivido su papel de esposa, madre y abuela?
Ha sido una prioridad. Tengo tres hijas maravillosas —una psicóloga, una bióloga y una economista— y cinco nietos. La más pequeña me ha enseñado mucho; incluso bailamos hip-hop juntas. A pesar de los riesgos que he corrido por mis denuncias, mi familia siempre me ha apoyado.

¿Tiene espacios personales para descansar?
Me quedan pocos, pero el baile es mi gran pasión. A mis 77 años sigo bailando ballet, flamenco y hip-hop. Leo menos de lo que quisiera, pero bailar me revitaliza. Es mi manera de conectar con la vida.

Desde sus primeros años, Marta Elena Casaús Arzú se ha dedicado al ballet y a otros tipos de danza. (Foto Prensa Libre: cortesía Marta Elena Casaús Arzú)

¿Podría compartir un mensaje para sus lectores en Filgua?
Quiero dar gracias a la ciudadanía, a mis lectores, a quienes han entendido que mis textos no son de izquierda o derecha, sino un llamado a la reflexión.
Gracias también a Filgua y a la Gremial de Editores por haber apostado por una escritora disidente. Y decirles que vienen nuevos libros, más cortos y accesibles, sobre temas urgentes como el racismo, la nación y las mujeres. Y sí, estoy feliz. Aunque dicen que nadie es profeta en su tierra, yo me he sentido profundamente reconocida, especialmente por mis colegas mayas y mestizos, que han hecho posible que esta fundación sea un espacio vivo de memoria, diálogo y esperanza.

Fuentes

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