Hay ciudades marcadas por lo que vivieron… y otras, por lo que se escaparon de vivir.
Kokura, hoy parte de la ciudad de Kitakyushu, en la prefectura de Fukuoka, tuvo la fortuna de no ser arrasada por una bomba atómica como Hiroshima o Nagasaki, pero estuvo cerca; por esta razón, su nombre quedó grabado en la memoria colectiva japonesa como símbolo de una tragedia que pudo ser, pero que no fue.
El 9 de agosto de 1945, el bombardero B-29 Bockscar sobrevoló su cielo con una bomba atómica a bordo. Nubes densas mezcladas con el humo del bombardeo del día anterior y la niebla matinal del estrecho de Shimonoseki cubrían la ciudad como una manta. Después de tres vueltas sin poder confirmar el objetivo, el avión cambió de rumbo y, con él, la historia. Nagasaki sería el siguiente blanco.
Desde entonces, en Japón se habla de la suerte de Kokura (Kokura no koun) para referirse a esos momentos en que alguien escapa de una desgracia que estuvo muy cerca de consumarse. Es una suerte silenciosa, modesta… y, para algunos, incluso acompañada de cierta culpa.
También se escuchan testimonios que implican que no solo fue cuestión de azar o el clima, sino también del ingenio humano. En los distritos industriales de Yahata y Wakamatsu, aún es posible conocer a obreros retirados, muchos de ellos nonagenarios, que relatan lo que pasó ese día: al enterarse de lo ocurrido en Hiroshima tres días antes y al escuchar las alarmas que anunciaban bombarderos acercándose, los supervisores de las fábricas y de los astilleros les ordenaron prender fuego a tambos llenos de aceite y quemar llantas viejas, creando así una espesa cortina de humo que cubriría los cielos de su ciudad.
Casi un siglo después, los sobrevivientes y sus descendientes han decidido no olvidar lo no ocurrido. En el distrito de Kokurakita se alza hoy el Museo de la Paz de Kitakyushu. Junto al Parque Katsuyama y a un cenotafio en memoria de las víctimas de la bomba atómica, el museo honra aquella bifurcación del destino. Dentro, una sala de proyección de 360 grados permite a los visitantes experimentar visual y auditivamente el sobrevuelo del bombardero estadounidense, la oscuridad que cubría la ciudad y el momento exacto en que el avión cambió de rumbo hacia el sur. También se recuerda el bombardeo de Yahata, ocurrido el 8 de agosto de 1945, que dejó más de 2,500 muertos y heridos.
Caminar hoy por Kokura es vivir una ciudad que aprendió a convivir con la memoria de lo que pudo haber sido, pero que no fue. El antiguo astillero militar fue transformado en un parque, y el puerto, otrora símbolo de contaminación, es ahora emblema de sostenibilidad. Kitakyushu es hoy un ejemplo mundial en conciencia medioambiental.
Pero la pregunta persiste: ¿y si las nubes se hubiesen disipado?
Considero que la reflexión más constructiva no radica en esa pregunta, sino en la conciencia y en la gratitud por lo no vivido, por la desgracia perdonada y por el respeto hacia quienes no tuvieron la misma fortuna. Cada 9 de agosto, los estudiantes participan en ceremonias conmemorativas y visitas al museo. Existen programas de intercambio entre la juventud de Kitakyushu y Nagasaki, como un gesto de memoria compartida y conmiseración silenciosa.
Y yo mismo siento que, en parte, comparto esa suerte de Kokura, gracias a mi esposa y su familia, que siempre han vivido aquí. La historia, a veces, nos adopta sin que lo planifiquemos. Y uno acaba sintiéndose heredero de memorias que no vivió, pero que igual lo transforman.
En Japón se dice que el bambú es fuerte porque, aunque se dobla, no se quiebra. Kokura no se quebró ni en la guerra ni en la posguerra.
Hoy, al mirar el cielo que un día estuvo cubierto de humo, uno aprende que hay decisiones que se toman en segundos, pero que cambian el destino de generaciones enteras.