En los últimos años, El Salvador ha empezado a recorrer un camino de transformación empresarial que, aunque aún incipiente, es estratégico y necesario. Desde la experiencia combinada en investigación aplicada en desarrollo económico y consultoría con firmas líderes en América Latina, puedo afirmar que el país está ingresando a una fase crítica: la etapa donde modernizar el aparato productivo ya no es una ventaja competitiva, sino una condición de permanencia en los mercados.
El sector privado salvadoreño, tradicionalmente resiliente y pragmático, comienza a redefinir su enfoque. En diversos sectores, desde agroindustria hasta servicios financieros, desde manufactura liviana hasta comercio digital, se observan señales de reorganización, profesionalización y adopción progresiva de tecnología. Son señales alentadoras, aunque no aún generalizadas.
Este proceso ocurre en un momento donde la presión externa es significativa. Los mercados internacionales están reconfigurando sus cadenas de suministro, los estándares ESG se están consolidando como criterios de acceso comercial y financiero, y los consumidores, especialmente los jóvenes, están premiando la transparencia, la innovación y el compromiso social. Ignorar estos cambios equivale a volverse irrelevante.
En este contexto, la modernización no puede reducirse a la adquisición de herramientas tecnológicas. Debe entenderse como una transformación profunda del modelo organizacional: desde la estructura de gobernanza y la cultura del liderazgo hasta la forma en que las empresas aprenden, se adaptan y toman decisiones. Las organizaciones que se transforman exitosamente comparten una característica en común: alinean su visión de negocio con capacidades internas sostenibles, construidas sobre datos, talento y una mentalidad de cambio continuo.
Las empresas salvadoreñas que están liderando este proceso no lo hacen simplemente por convicción, sino por necesidad estratégica. En entrevistas recientes con altos ejecutivos locales, he escuchado una frase que se repite: “sabemos que el cambio no es opcional, pero queremos hacerlo bien”. Esa intención, bien acompañada, puede marcar una diferencia estructural.
Ahora bien, es fundamental reconocer que la transformación empresarial no se puede dejar exclusivamente en manos del individuo o del empresario aislado. Requiere de un entorno que la acompañe: una política pública coherente, acceso a capital inteligente, marcos regulatorios que no penalicen la innovación y una cultura nacional que valore la excelencia operativa tanto como la creatividad emprendedora.
En muchos países con estructuras productivas similares, la estrategia ha sido clara: enfocar los esfuerzos de modernización en aquellas empresas con potencial de escalabilidad, con visión exportadora y con apertura para adoptar modelos más eficientes, colaborativos y sostenibles. El Salvador no necesita reinventar su tejido empresarial, pero sí elevar su ambición.
Desde la academia, lo que observamos es que los países que logran transformar su sector privado de forma sostenible comparten ciertos factores críticos: un liderazgo empresarial con visión de largo plazo; una red de alianzas estratégicas entre empresas, universidades y centros de investigación; y una narrativa nacional que vincule desarrollo económico con justicia social y resiliencia ambiental.
El Salvador tiene elementos fundamentales: capital humano con talento, empresarios dispuestos a adaptarse y un momento geopolítico que abre oportunidades. El reto ahora es consolidar esta transformación con disciplina estratégica y visión sistémica, entendiendo que la modernización no es un destino, sino un proceso continuo de aprendizaje y reposicionamiento.
Lo que está en juego no es solo la competitividad de las empresas, sino la posibilidad de redefinir el rol del sector privado en el desarrollo del país. No se trata únicamente de sobrevivir al cambio, sino de estar en condiciones de liderarlo.
