Editorial
Aunque se promocione como un éxito esta operación, lo que está en juego es el futuro de la humanidad.
El ataque estadounidense contra instalaciones atómicas iraníes, al estilo Top Gun: Maverick, fue sorpresivo y a la vez previsible, pero sobre todo un suceso histórico inédito. El supuesto plazo de dos semanas anunciado por el presidente de Estados Unidos resultó ser un bluff, una jugada de póker con una apuesta alta. Resta saber si realmente tiene todas las cartas necesarias; es decir, los apoyos para sostener su ofensiva, como aquella vez que utilizó retórica similar para presionar al presidente ucraniano en busca de respaldo contra la invasión rusa. EE. UU. intervino en favor de Israel, país que no logró por sí solo destruir los objetivos estratégicos iraníes. Sin embargo, la República Islámica y países allegados parecen dispuestos a responder.
Las posiciones de potencias como China, Rusia, Reino Unido y la Unión Europea están más o menos claras, pero aún limitadas a las declaraciones. No se sabe cuál será su respuesta concreta ni con qué fuerza decidirán actuar. Irán está dominado desde hace décadas por una dictadura islamista extremista que ha jurado eliminar a Israel y a Estados Unidos, pero es también un Estado con capacidad militar y potencial para orquestar o tercerizar actos terroristas, tanto en su región como en Occidente.
El respaldo de Trump al ataque ha sido elogiado por su precisión, rapidez e iniciativa. No obstante, esos mismos elementos generan críticas, por una posible extralimitación de funciones, por el riesgo de provocar una guerra regional o global y por la contradicción con sus promesas electorales de no involucrar al país en nuevos conflictos costosos. Se supone que el Congreso debe avalar operaciones armadas de este nivel, mas no es el primer mandatario en tomar acciones similares. Para algunos fue inevitable; para otros, un acto de arrogancia. La ofensiva fue de un solo golpe, pero sus consecuencias son múltiples: volatilidad en los precios del petróleo, reconfiguración de fuerzas globales y mayor inestabilidad en Oriente Medio.
Mientras tanto, al interior de EE. UU. persisten tensiones internas, por los operativos antimigrantes, con agentes federales fuertemente armados y enmascarados, ejecutando detenciones en condiciones opacas que empiezan a tener impacto en la disponibilidad de mano de obra, sobre todo en agricultura, construcción y ciertas manufacturas. Algunos detenidos resultan ser residentes legales o incluso ciudadanos, recluidos sin acceso a abogados en instalaciones cuya supervisión se veda a congresistas opositores, quienes denuncian violaciones a derechos fundamentales y garantías constitucionales. Ante este panorama, denunciar a Irán como un régimen antidemocrático, intolerante y represor resulta, al menos, un llamativo punto de referencia.
En el Senado aún no se vota el decreto nombrado por el mandatario como “grande y hermoso”, que propone gravar las remesas, incrementar el gasto militar, reducir impuestos a ciertos grupos y recortar fondos para salud y programas sociales. La Casa Blanca espera su aprobación antes del 4 de julio, Día de la Independencia, para presentarlo como un símbolo de nuevo rumbo político.
Mientras se intensifican los llamados a detener las hostilidades, crecen los temores por una escalada sin retorno. Un eventual cierre del estrecho de Ormuz, por donde transita el 30% del petróleo mundial, tendría consecuencias devastadoras para la economía global, pero esto sería solo uno de los efectos.
Sobra decir que este conflicto y la operación de bombardeo quirúrgico estadounidense no es un guion cinematográfico: el desenlace no está escrito ni se dulcifica al final, pues hay víctimas reales. En la guerra no hay ganadores, solo víctimas, dijo alguna vez el fallecido papa Francisco. Aunque se promocione como un éxito esta operación, lo que está en juego es el futuro de la humanidad.