La reciente incorporación del artículo 306-A al Código Penal, mediante Decreto Legislativo n.º 210, plantea importantes interrogantes jurídicas y prácticas. En apariencia, la norma responde a una legítima preocupación: agilizar los procesos judiciales y evitar dilaciones innecesarias. Sin embargo, su formulación genera dudas razonables en cuanto a su compatibilidad con los principios del Derecho Penal y con el adecuado desarrollo del ejercicio profesional en el sistema de justicia.
El nuevo tipo penal sanciona con prisión e inhabilitación especial a quienes, en el marco de un proceso judicial, incurran en conductas que generen retardos injustificados, actuaciones temerarias o entorpezcan el desarrollo del procedimiento. Si bien la administración de justicia eficiente es un objetivo legítimo del Estado, conviene revisar si los medios empleados respetan los límites que impone un sistema penal democrático.
Uno de los principales desafíos de esta norma radica en su técnica legislativa. Conceptos como “retardación injustificada” o “actividad procesal abusiva” carecen, en el texto legal, de una definición precisa. Esta ambigüedad puede derivar en márgenes amplios de interpretación que generen inseguridad jurídica, tanto para operadores del sistema como para las partes en un proceso. El principio de legalidad exige que las conductas sancionadas estén descritas con claridad, de modo que cualquier persona pueda prever con certeza las consecuencias jurídicas de sus actos.
Además, al no establecerse criterios objetivos para valorar cuándo una actuación procesal constituye abuso o temeridad, se corre el riesgo de sancionar conductas que podrían estar amparadas por el legítimo ejercicio del derecho de defensa, como la interposición de recursos legales, peticiones o incidentes. En este sentido, sería oportuno que la jurisprudencia o un desarrollo normativo posterior delimiten con claridad los alcances de la disposición, evitando que su aplicación inhiba la autonomía de jueces, fiscales o defensores.
También es importante considerar la proporcionalidad de la pena establecida. El castigo previsto —prisión de cuatro a ocho años, junto con la inhabilitación especial para el cargo— implica consecuencias de gran envergadura para quien sea acusado. En contextos donde la carga laboral, la falta de recursos o incluso los errores humanos influyen en la duración de los procesos, convendría analizar si el Derecho Penal es la herramienta más adecuada para abordar este tipo de situaciones o si pueden explorarse mecanismos alternativos de control y mejora institucional.
Finalmente, vale la pena reflexionar sobre el contexto en que surge esta reforma. El fortalecimiento de la eficiencia procesal es una meta necesaria, pero no debe alcanzarse a costa de principios fundamentales como la independencia judicial, el derecho de defensa y la seguridad jurídica. La experiencia regional muestra que el equilibrio entre celeridad y garantías es clave para consolidar un verdadero Estado de Derecho.
El reto, entonces, no es solo normativo, sino también institucional y cultural. La solución a los problemas de lentitud en el sistema judicial exige una mirada integral: dotación de recursos, capacitación técnica, mejora de gestión y diálogo constante entre los distintos actores del sistema. Penalizar a quienes participan en el proceso, sin distinguir claramente entre la mala fe y el legítimo ejercicio profesional, puede generar más temores que soluciones.
Desde una perspectiva constructiva, el debate está abierto. Será tarea de los operadores jurídicos, la academia y la ciudadanía velar porque las reformas al sistema penal contribuyan realmente a una justicia más pronta, cumplida y con garantías. El objetivo debe ser claro: un sistema eficiente, sí, pero sobre todo respetuoso de los derechos y del rol profesional de quienes lo sostienen.
