La renovación de la directiva de la Asamblea Nacional, prevista para el 1 de julio, es mucho más que una elección interna. Es una prueba pública del tipo de liderazgo que se impone: el que construye acuerdos con transparencia o el que maniobra en la sombra para preservar cuotas de poder. Hoy, con bancadas fragmentadas y sin una mayoría clara, el ajedrez legislativo se juega más en los pasillos que en el pleno. Y eso no es menor, sobre todo cuando la Asamblea carga con el peso de su desprestigio, alimentado por años de abusos en el uso de planillas, nombramientos opacos y la negativa a reformarse a sí misma. La figura que resulte electa —sea por mérito o por aritmética— tendrá un mandato bajo vigilancia ciudadana. El país no solo espera gobernabilidad. Espera señales de cambio, transparencia y compromiso con la rendición de cuentas.
