Hilda es nombre de la guerra

Hilda es nombre de la guerra

Hilda es el nombre de mi tía, una gorda irascible y cariñosa, y el de una bisabuela que nunca conocí. Es un nombre sencillo, pero no común, por lo que pasé casi 20 años de mi vida sin conocer a otra mujer que lo llevara por seña.

Tampoco es que me fuera extraño, con una sola en los contornos ya era más que suficiente para correr, querer, llorar y reír. Le había hasta lanzado un destornillador a mi primo.

Desde entonces lo presentí: la desolación muda de Hildas en todas partes, y la presencia de una tan maravillosa y potente, mi tía, era una de esas cosas raras, señales, para decir que algo resulta único, o por lo menos bastante mágico como para andarlo repitiendo mucho.

Era eso: el mundo tenía que llevar una cantidad equilibrada de exclusivas Hildas, porque si no iba a reventar. Por cualquier cosa iba a reventarse el mundo: cariño, emociones fuertes, ¿un destornillador?

Cuando por fin me apareció en el horizonte la siguiente, por el nombre no más, sentí la cosa rara aquella; pero como una y otra estaban a más de cien kilómetros, no me preocupé en exceso, y asumí que el mundo aguantaría la repartición de al menos una Hilda a razón de provincia.

Lo que no pude evitar fue el pensamiento que le viene a la gente de apellido raro cada vez que se encuentra con otra de ese mismo apellido: «Esta mujer ni lo sabe, pero tiene que ser familia mía».

El apellido no era el mismo nada, pero esa potencia del nombre, de ese nombre, hacía que la relacionara una y otra vez con la hermana de mi padre…

Hilda, que para pronunciarla hay que hacer una parábola perfecta con la lengua y que suena a lamento, a serenata, a historia irrepetible y trágica de amor, a bisabuela recia y perdida en el tiempo, a desamparo y caricia, a incomprensión, a levantarse otra vez. No es cosa de juego llevar ese maldito nombre.

Entonces vi a esta otra caminando, casi corriendo, por los pasillos de la universidad, como le pasa a quienes son harto queridos, que siempre llegan tarde a cualquier lado porque cada cinco pasos les embiste un abrazo y, en un instante, por arte de magia, se les aparece una fila de personas que también quieren su beso.

No es un dato menor. Hay personas muy eruditas que avanzan por los pasillos hasta el fondo sin que el afecto se les atraviese; gente muy erudita, pero que da miedo. Y, sin embargo, Hilda Saladrigas, que sin temor a equivocarme es la investigadora más referenciada en cualquier tesis que huela a Comunicación en Cuba, sabe generar abrazos.

Sabe también ser una loca… y los locos son queribles. Una loca preciosa, que se suelta a hablar en voz alta sin freno de ningún tipo, hilvanando los dolores corpóreos de turno, con los profesionales, con los políticos, con la pregunta de lo cotidiano, con la teoría para servir en mesa grande de madera.

Una loca que también sabe hablar muy bajo y serio, como con furia contenida, y a la que ganas no le han faltado de, a dos o tres, a cuatro o cinco, lanzarles un destornillador.

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¿Recuerdan la palabra coyuntura, relativa a aquellos últimos meses de 2019, cuando había bastante más que ahora, pero el golpe de una normalidad que palpablemente se fracturaba desató miedos colectivos, cansancios musculares ante largas caminatas por guaguas que no aparecían, y también olas de aventones estatales y particulares que hoy se extrañan, restructuraciones de horarios docentes, en fin… el preludio de tiempos crudos que fueron llegando y agudizándose?

Pues, en ese contexto, Hilda Saladrigas Medina asumió como decana de la Facultad de Comunicación de la Universidad de La Habana. En época de huracán y marejada entró, sin sospechar que se acercaba la tormenta del siglo.

A pocos meses de su «investidura», en uno de los centros de estudio a los que más se les exige y tironea desde todas partes y alturas, apareció la pandemia. E Hilda, ya expuesta a tantas pruebas duras a lo largo de su existencia, con una salud frágil –porque vivir asumiendo guerras no sale barato–, se enfrentó a la capitanía de un barco que no tenía escrito en ninguna parte cómo llevar a buen puerto en medio de los remolinos.

Perdió de todo –los nervios, los pelos, el buen dormir, colegas que habrían sido manos importantes, la tranquilidad de su teléfono, la serenidad en los ojos–, de todo menos la ternura. Tampoco perdió la ironía, ni la explosividad adrenalínica, ni la respiración profunda para tomar fuerzas y despertarse el día después.

Y así, a golpe de ternura, arranques de energía y oportunos suspiros, a cuenta de ovarios, estuvo al frente hasta que las mascarillas dejaron de ser estrictamente necesarias, asustada ya de tantas amenazas de los médicos que ella casi siempre desoyó.

Cuando se hable de Hilda Saladrigas habrá que decir que ha sido útil, a riesgo de no despertarse. Cuando se hable de su utilidad, habrá que mencionar por supuesto la profundidad de una obra académica que se empeñó en estar contextualizada en Cuba y sembrada y floreciente para Cuba; que arrastró hacia acá, de tú a tú, a los mejores del mundo en su campo, para que un niño de 18 años, nacido en cualquier rincón de nuestras ciénagas, les pudiera hacer preguntas y tuviese alcance gratuito a sus libros.

Habrá que decir también que nunca les ha temido a los ojos ni a los dientes de ningún pescado, que no deja de entrar al aula y que se le ha visto, a contrapelo de toda advertencia, en el sereno gélido de la madrugada de cualquier 1ro. de Mayo, junto a sus estudiantes.

Hace unos días salió por todas partes su nombre, tras ser merecedora de la primera edición del Premio Nacional de Comunicación Social. La alegría en el «mundillo» fue tremenda, pero la sorpresa nula. Ese nombre, Hilda, desde hace rato sobrepasó los umbrales de cualquier reconocimiento; por algo nunca la dejan caminar por los pasillos.

Si me ponen a hacer un ranking entre las Hildas que conozco, pondría en primer puesto a mi tía, solo porque la Saladrigas nunca debe haberle lanzado a nadie un destornillador; pero la competencia estaría reñida, porque sus tizas amorosas sí han volado por el aula y sus palabras, a veces como floretes, se han clavado de punta contra oportunistas, insensibles, descarados y ladrilludos.

Nadie debería espantarse; más allá de la experiencia empírica, está la etimología de la palabra. No por gusto Hilda llega del germánico para aludir a la batalla.

Fuentes

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