Decenas de inversionistas, emprendedores y desarrolladores del mundo de las criptomonedas que vinieron a El Salvador hace algunos años se marchan poco después; lo que vieron, lo que soñaron, lo que advirtieron, todo quedará documentado y será un formidable testimonio no sólo para esa creciente comunidad internacional, sino para los políticos alrededor del orbe a quienes, movidos por la curiosidad, la necesidad o la claridad, se les ocurra cruzar camino con esos valores y la economía doméstica.
El potente imán que atrajo la atención de estos extranjeros fue la adopción de la hoy derogada Ley Bitcóin, las millonarias inversiones del gobierno salvadoreño en ese orden y la adopción, de parte del presidente, de un rol protagónico en la conversación sobre el tema en redes sociales; entre los variados efectos de estas acciones, hay que reconocer que hizo visible al país de un modo inesperado, facilitando la construcción de una nueva imagen, artificiosa lamentablemente, de destino tecnológico, centro de negocios y fulgurante meca de la democracia financiera. Además, facilitó al mandatario la proyección de marca que buscaba, porque la adhesión de cada uno de los gurús de la criptoeconomía traía aparejadas visitas, elogios y la documentación del fenómeno nacional.
Por diseño o por defecto, todo lo ocurrido con el bitcóin en El Salvador entre septiembre de 2021 y enero de 2025 hizo las veces de una campaña de márketing exitosa, porque potenció, si no el conocimiento, al menos la curiosidad sobre este activo digital y le dio a una comunidad bastante cerrada y recelosa la oportunidad de abrirse a otros países y de vigorizar su propósito original.
Detrás del bitcóin está el deseo de abrir al mundo una versión pura de dinero electrónico que, en tanto sistema de pago alternativo anónimo, eliminaría la necesidad de la participación de terceros, entiéndase no controlado ni manipulado por gobiernos, bancos o entidades financieras. Que en la práctica aquella audaz visión primigenia sufra problemas de escalabilidad y elevadas comisiones por transacción, o que, en sustitución de su pretensión de democratizar el acceso al dinero digital, se haya convertido en un almacén de valor es materia de otras discusiones.
Es justo en ese centro filosófico de la narrativa bitcóin donde el proyecto salvadoreño despertó suspicacias tempranamente: ¿qué de distinto tiene ese gobierno para creer que su involucramiento en un proyecto de billetera digital no perseguirá los mismos fines de control, fiscalización y propaganda que cualquier otra administración alrededor del mundo? A la postre, las dudas dieron paso a la convicción de que muchas de las ideas promovidas desde el Estado eran inviables o requerirían de unas inversiones ingentes y de larguísimo plazo, además de que la campaña de educación y comunicación para convencer a los salvadoreños de confiar en el activo y en las herramientas no fue eficiente.
Eso no significa que El Salvador y el bitcóin hayan separado sus caminos para siempre. Se supone que el gobierno mantiene una reserva de poco más de 600 millones de dólares en ese activo, incluidos más de 240 bitcoins adicionales después que el Fondo Monetario Internacional le «recomendara» mitigar los riesgos que esa ley y esos usos suponían para el erario público y la economía nacional. Es un supuesto porque, alrededor de lo que se hizo con esa criptomoneda, lo que costó el proyecto Chivo y los beneficiarios de esa inversión, hay poca información.
Superar ese capítulo y capitalizar la experiencia exige, precisamente como primer paso, que se transparente todo aquel proceso y que las autoridades den cuenta cabal de lo que se mantiene invertido, qué riesgos corre ese dinero y de qué manera se convertirá ese patrimonio digital de los salvadoreños en cualquier otro valor menos volátil y más fácil de auditar y preservar de parte de la contraloría nacional.
