Los estudios de opinión coinciden en tres puntos: la popularidad del presidente, que el Estado cumple con garantizar un clima de tranquilidad que algunos equivalen a seguridad, y que la principal preocupación de la población es la economía, el encarecimiento de la canasta básica y la falta de empleo.
¿Es posible que esos datos convivan? Sí, porque se ha llegado a un punto en la política no sólo doméstica sino internacional en la que un funcionario puede gozar de satisfactorios índices de popularidad, de aceptación de su marca personal y al mismo tiempo liderar un gobierno del que la gente se queja. Puede parecer una disociación, una paradoja contemporánea pero es que desde hace década y media el márketing político cuenta con la herramienta definitiva, la que permite penetración, recurrencia, intrusión en la intimidad de la ciudadanía e influjo emocional: las redes sociales y las nuevas tecnologías de la información.
Volviendo al caso salvadoreño, la popularidad del mandatario responde fundamentalmente a la política de seguridad, al saldo con que el Estado terminó en su enfrentamiento con la pandilla luego de la agresión terrorista de 2022 y a la recuperación del control territorial. Mientras que todavía durante la pandemia se reconocía que los equipos de salubridad no podían acceder a numerosas zonas sin pedir el permiso de esa estructura delictiva, ahora es poco probable que una institución pública y ni se diga los agentes policiales o militares se abstengan de visitar una comunidad por no contar con garantías. Fue un cambio acelerado, construido con un despliegue de fuerza inédito en la posguerra, y una vez potenciado por la propaganda pero también por el auténtico boca a boca de la gente, es todavía la principal conquista de la administración Bukele.
Los sectores más ilustrados de la sociedad discuten alrededor del costo de esos resultados en términos democráticos y de estabilidad jurídica, con algunos opinando que el mantenimiento del régimen de excepción es incompatible con el republicanismo y el estado de derecho, y otros que creen que restituir a la población sus derechos y libertades constitucionales supondrá el colapso de los resultados, sin profundizar en la relación entre una cosa y la otra. Pero es un debate exclusivo de un segmento de la nación que no sopesa en su exacto tamaño el cambio que la proscripción y desactivación de la pandilla operó en la vida de cientos de miles de salvadoreñas y salvadoreños; para quienes debieron convivir con esa coerción y ese horror, ese resultado basta para aprobar al gobierno e incluso le reportó nuevas militancias en los pasados comicios.
Pero al mismo tiempo, la población sufre el estancamiento económico, resultado de una serie de factores que incluyen la ralentización de la inversión extranjera directa, el aumento del costo de la vida y la contracción del empleo. Aunque las medidas de ajuste tomadas por el gobierno también influyen en la crisis en la forma de un Estado que presta menos servicios y de menor calidad en lo sanitario, educativo y ni se diga en la esfera municipal, la ciudadanía no acostumbra relacionar la economía con la gestión pública. Es así por la complejidad misma de la economía, la falta de transparencia en las acciones del gobierno y la dificultad de ver los efectos inmediatos de las políticas económicas en la vida cotidiana. Política y economía a menudo se perciben como campos separados, con diferentes actores y objetivos, y por eso los sondeos recogen impresiones que parecen contradictorias aunque en realidad sean complementarias.
