Chabrol, el escalpelo en las llagas de la burguesía

Chabrol, el escalpelo en las llagas de la burguesía

Realizador emblemático de la pantalla gala e iniciador de la Nueva Ola Francesa mediante El bello Sergio (1958), Claude Chabrol fue, sin embargo, un cineasta que, en gran parte de su obra, abrazó los rasgos morfológicos de la escuela hollywoodense; una gramática de la cual nunca abjuraría, luego de su más transgresora etapa inicial.

En cierto momento de su vida ni siquiera creyó mucho en ese movimiento: «No existe la Nueva Ola. Las olas están en el mar».

Al margen de lo suscrito en el primer párrafo y de ser un director ecléctico, abierto a la mayor variedad temática posible en su más de medio centenar de películas, su filmografía siempre despidió un olor y un sabor muy personales. O sea, el espectador sabía cuando tenía un Chabrol frente a sus ojos, fuera un drama o un policial.

Un elemento identificador de su cine lo constituyó el desnudo de la burguesía provinciana francesa, la hipocresía, la desvirtuada escala de valores de esta clase, sus bajezas, vicios, ritos, manías…

Se detuvo, de forma especial, a la hora de mostrar la forma de interactuar con la sociedad y el resto de sus congéneres de ese estamento social, al representar en imágenes cómo algunos de sus integrantes se anulaban al intentar anular a los demás.

Auscultador de la miseria moral burguesa, dotado para ello de la agudeza de un escritor –como si fuera un Balzac con cámara en mano–, el firmante de la cáustica y genial La ceremonia (1995) diseccionó las interioridades de un conglomerado social cuyo arribismo, misantropía y búsqueda insaciable de poder, él expuso mediante cargas a fondo de vitriolo, ironía, y también algo de humor.

Ese gran director de mujeres apellidado Chabrol fue, además, un ingente estudioso de las pasiones humanas, quien analizó costados caprichosos del comportamiento de la especie, lo cual se aprecia en gran parte de sus películas; pero veamos solo un ejemplo demostrativo.

Manos sucias (1975) comienza con un travelling –finalizado en primerísimo primer plano– de un jardín señorial, que se detiene en el cuerpo de la austriaca Romy Schneider. Ella, como vino al mundo en Viena, sin ropa, toma el sol sobre el césped de su rica mansión.

Algo interrumpe brevemente su solaz: es un cometa que, manejado por un apuesto joven, caerá debajo de su espalda.

Romy es la esposa de un señor –asumido por el estadounidense Rod Steiger–, quien sufre de impotencia sexual, pese a tener en su cama a una de las mujeres más cautivadoras de la Europa de entonces (cosa que Chabrol se deleita en confirmar, mediante secuencias que, en medio del victorianismo actual, pocos filmarían).

Este señor espía a su mujer, mientras el sujeto del papalote –quien se convertirá en amante de ella– le hace el amor en la propia sala de su hogar. Ver la consumación de esa pasión física reactiva la maquinaria hormonal de alguien que, sabiéndose «curado», le pide a Romy acostarse consigo en el mismo lugar del adulterio.

La manera irrefutable cómo él, ahora, tendrá sexo con su esposa, le obligará a preguntarse a esta mujer, sin lenguaje verbal, solo mediante el rostro de la actriz: ¿cómo pude serle infiel a un hombre así? Pocos cineastas han traducido en la historia, con tal economía de recursos –nada más gracias a un plano cenital y un close up–, el arrepentimiento de algunos seres humanos ante el hecho de la infidelidad, como lo hace aquí el realizador de La mujer infiel (1969).

Claro, Manos sucias pisa territorio de cine negro, no todo es como parece y el largometraje, poblado de falsas pistas, guarda una sinuosa intriga. Aunque deba adscribirse a sus normas, el director de El carnicero (1970) abordó tal género interesándose más por los personajes que por las propias tramas. A Chabrol le atraía menos el crimen en sí mismo que la naturaleza de los criminales.

El llamado «Hitchcock francés», denominación que nunca me satisfizo, por facilista e inexacta, murió el 12 de septiembre de 2010.

Fuentes

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