El asesinato de Charles Kirk, activista, autor y personalidad mediática estadounidense, aliado cercano del presidente Donald Trump en la promoción de causas conservadoras como la oposición al control de armas, al aborto, a los derechos LGBTQ+ y a la Ley de Derechos Civiles, es una confirmación del establecimiento de un clima político en Estados Unidos en el que el discurso de odio está cada vez más normalizado, con consecuencias trágicas.
La polarización política y la retórica antiinmigrante tienen bastante que ver con esta precarización del civismo en esa nación, lo cual no es solo una percepción, tal como se refleja en el aumento en las estadísticas de crímenes de odio y en la mayor infiltración de narrativas racistas, anti-LGBTQ+ y xenófobas en el discurso público.
Aunque hay esfuerzos por parte de organizaciones y comunidades para contrarrestar el odio mediante la promoción de derechos humanos y el diálogo inclusivo, los indicios de un ambiente de hostilidad creciente hacia ciertos grupos, exacerbado por la retórica política, la desigualdad y la polarización, son potentes.
En los Estados Unidos de América, alrededor de esta realidad se desarrolla un intenso debate: ¿Qué debe hacer un Estado democrático ante tales conductas? ¿Debe permitirlas, haciendo prevalecer la libertad de expresión frente a otros valores o sentimientos colectivos? ¿O debe prohibirlas, limitando así la libertad de expresión ante discursos hostiles, discriminatorios o vejatorios para un grupo?
Kirk fue un ejemplo de esa paradoja: un defensor ferviente de la libertad de expresión como pilar fundamental de la democracia, promotor de debates abiertos porque creía que las ideas conservadoras debían tener espacio precisamente en aquellos entornos dominados por la perspectiva liberal, y veía la libre expresión como una herramienta para desafiar lo que consideraba “adoctrinamiento progresista”. Pero, a pesar de su defensa de la libre expresión, expuso y solicitó silenciar a profesores con opiniones progresistas, lo que algunos consideraron una forma de censura o intimidación.
Los defensores de la regulación de la libertad de expresión invocan argumentos muy convincentes. Frecuentemente se señala que el discurso de odio lleva a la construcción de imágenes de las minorías en la opinión pública que pueden ser peligrosas, por ejemplo, la reciente criminalización de los inmigrantes de ciertas naciones centroamericanas; la regulación es un camino consistente para abandonar malas prácticas y dejar por sentado ante el cuerpo social que las víctimas del discurso de odio deben considerarse como víctimas, como cualquier otra persona que haya sido objeto de un delito.
Pero, por otro lado, en un país con una tradición democrática de tan viejo cuño y sembrada en sus instituciones como la estadounidense, tampoco se puede alegar que el discurso de odio no está incluido en la amplia sombrilla de la libertad de expresión. Es cierto que esta no es un derecho absoluto, que admite regulaciones y restricciones, pero en el espíritu constitucionalista de esa nación, cualquier limitación a la libertad de expresión es inusual y grave y, en caso de duda, debe preferirse la libertad por sobre la limitación.