La revuelta en Nepal, el nuevo caso de estudio – La Prensa Gráfica

Nepal, una república sudasiática con un territorio unos cuantos kilómetros mayor que el de Nicaragua, languidece en un caos político sin precedentes, marcado por protestas masivas lideradas por treintañeros que acabaron con el mandato de su primer ministro y que evoluciona ferozmente en saqueos y vandalismo al máximo nivel. Lo que comenzó como una manifestación pacífica contra la corrupción y un veto a las redes sociales ha escalado a violencia letal, con al menos 30 muertos y cientos de heridos.

Las raíces del descontento se remontan a la inestabilidad crónica de Nepal desde su transición a república en 2008. A la falta de espacios de participación política hay que añadirle que es un país dependiente de las remesas, con un ingreso promedio bajo y una tasa de desempleo juvenil cercana al 25 por ciento. El enriquecimiento de los burócratas a costa de la corrupción, expuesto a través de las redes sociales y de diversos sitios en la web, disparó una ola de descontento ante la que la única ocurrencia del régimen fue vetar más de veinte plataformas digitales, incluyendo Facebook, Instagram y WhatsApp.

Ese fue el disparador, pero no se trata, como lo simplifican algunas narrativas, de que los “centennials” se rebelaron por una bagatela social; la nación nepalesa lo interpretó como un intento de silenciar la disidencia, especialmente tras semanas de campañas en redes contra el nepotismo y la corrupción.

Tras los primeros choques con la autoridad, la multitud incendió el edificio del Parlamento, el de la Corte Suprema y la oficina del presidente, y ajustició a personas afines al régimen. El primer ministro renunció, el ejército patrulla las calles, y no hay consenso sobre un gobierno interino.

Aunque parezca un hecho novedoso debido al uso de las redes sociales como herramienta de convocatoria, lo cierto es que, amplificada o no por esas herramientas, la voz de una generación desconectada de la política a la vieja usanza demostró una vez más ser suficientemente potente ante un régimen autoritario, como ya ocurrió hace años durante la Primavera Árabe o lo visto en Bangladesh y Myanmar recientemente. Es además el enésimo recordatorio de que un gobierno en el que la corrupción se vuelve endémica puede llegar a perder la legitimidad de facto y, si la respuesta es represiva, el colapso sólo se verá acelerado.

Abordar la inequidad antes de que se convierta en combustible para la efervescencia y la ingobernabilidad es fundamental para cualquier democracia y aún más importante para las emergentes; pero evitarlo sólo es posible si el sistema político prioriza la transparencia, la meritocracia y la inclusión. De lo contrario, por más artificioso que sea el montaje y la propaganda, tarde o temprano la paciencia y las expectativas de la gente se acabarán.

Si el país logra un gobierno interino inclusivo, como proponen los manifestantes, Nepal podría aspirar a un renacimiento democrático. De lo contrario, la inestabilidad se profundizará, afectando a la región; sea cual sea el epílogo, quedó claro una vez más que ignorar el clamor de la juventud por reformas, libertad y espacios es un error craso y que las pretensiones de control social omnipresente son obsolescencias.

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