Primeros efectos de la Ley de Agentes – La Prensa Gráfica

La Ley de Agentes Extranjeros ya exhibe sus primeros frutos: la disolución de varias organizaciones no gubernamentales dedicadas a la defensa de los derechos humanos y la promoción del Estado de derecho, el autoexilio que otras entidades de esa misma calidad se impusieron para mantener sus operaciones lejos del guante del Estado, y la incertidumbre de la mayoría acerca de qué hacer para continuar acompañando a la sociedad en sus causas sin pagarlo demasiado caro.
El propósito principal de las leyes de este calado es identificar y regular a individuos u organizaciones que actúan bajo la dirección o financiación de gobiernos o entidades extranjeras, exigiéndoles que se registren como «agentes extranjeros» y revelen sus actividades. Los defensores de estas ideas argumentan que son esenciales para proteger la seguridad nacional en un mundo donde la influencia extranjera puede manifestarse a través de campañas de desinformación, ciberataques o financiación encubierta. En un contexto de globalización y tensiones geopolíticas, los gobiernos buscan salvaguardar sus sistemas políticos de intervenciones externas que puedan desestabilizarlos.
Pero como denominador común a todos los casos de un listado que comenzó en Estados Unidos a finales de los años treinta y que se intensificó la década pasada en gobiernos europeos y asiáticos con tinte autoritario, esas normativas gozan de un potencial para reprimir la disidencia y restringir las libertades que es de peculiar interés para sus propulsores.
Además, en muchos casos, las regulaciones son vagas, lo que permite una interpretación amplia y selectiva en la clave que sea coyunturalmente más conveniente para el gobierno. Por supuesto, no es coincidencia que la designación de «agente extranjero» sea aplicada en buena parte de los casos a organizaciones de derechos humanos, medios independientes e incluso a individuos que critican al gobierno. Además del cierre de varias entidades por la carga financiera y burocrática, hay un efecto aún más potente: la estigmatización que implica el cumplimiento de la ley.
El único modo de equilibrar el interés oficial alrededor de esta ley con la democracia y el Estado de derecho sería que su enfoque y redacción no permitan las arbitrariedades que ya se documentan, que haya algún mecanismo de supervisión independiente para que no sea un manual de persecución política y que, por sobre todas las cosas, se respeten los derechos fundamentales, garantizando que las organizaciones y los individuos puedan operar sin temor a represalias. Pero en las actuales condiciones nacionales, eso es poco probable.
El resultado final es el cierre del espacio cívico, como se atestigua en El Salvador. Ese propósito, perseguido con fruición por el oficialismo y celebrado de manera irritante por sus propagandistas, cajas de resonancia y círculos «intelectuales», delata una mentalidad muy primitiva o muy siniestra, ya que o ignora o desea que no haya válvulas de escape para la creciente efervescencia social. Si la nación no cuenta con suficientes y apropiados vehículos para la participación política, si no hay entidades independientes que le asistan en sus reclamos por transparencia, mejor gobernanza y respeto a los derechos humanos, y si las instituciones públicas que deberían satisfacer esas exigencias están alineadas con otros intereses, el proceso nacional es una siembra de vientos.

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