¿Por qué hay tiranos de cuyos gobiernos se dice que son híbridos? ¿De dónde sale la condición de «parcialmente libres» que se adjudica a ciertos regímenes? ¿Es un eufemismo o incluso entre los violadores de derechos humanos hay categorías que distinguir?
El tirano no siempre es un déspota evidente. Sí, algunos llegan al poder legítimamente y corroen las instituciones democráticas desde dentro, como si la institucionalidad fuera un caballo de Troya; también es bastante probable que la edad contemporánea haya sido más pródiga en ese tipo de proyectos políticos porque los medios de comunicación masivos, y hoy las redes sociales, aumentaron la capacidad de los gobiernos de movilizar a las masas mediante ideologías simplistas y polarizadoras.
Pero, aun en la primavera autoritaria que se sufre en el hemisferio, es difícil entender que no todos los tiranos sean objeto del mismo tratamiento, de la misma descripción desnuda y directa, y que de algunos se diga que no han suprimido todas las libertades, como si, deshonradas las fronteras más elementales, hubiera grados de despotismo, algunos más gentiles que otros.
Si bien esos términos, u otros como “democracias deficientes”, “pseudo-democracias” o “autoritarismos electorales” estuvieron en boga durante varias décadas, los que en esta época se aproximan a Latinoamérica desde las ciencias políticas deben recordar que la tendencia en la región es regresiva, y lo que antes parecían ser sistemas en tránsito hacia la democracia plena, hoy son lo inverso: democracias que se apagan por diseño, por contagio y por conveniencia de las élites.
En ese contexto, describir lo que una autocracia en desarrollo mantiene como garantías para una nación es una concesión teórica, pero que debe ser interpretada como una etapa del desmontaje democrático. A efectos prácticos del desarrollo económico, social y político que tanto le urgen a estos países, la pregunta es si hay democracia o no la hay, y responderlo sólo supone enfrentar con objetividad los mínimos universalmente aceptados de autonomía política de cada esfera del Estado, de soberanía popular y de inclusión empoderada de la ciudadanía en las decisiones colectivas. Para abrir un poco la discusión, puede aceptarse que no hay un perfil unívoco de ciudadano y matizar que, como en El Salvador, quienes participan de los procesos electorales son personas muy diferentes a partir del país mismo desde el cual ejercen el sufragio. Incluso con esa observación, es incuestionable que sólo hay democracia cuando en todas y cada una de las decisiones que afectan a la colectividad priman dos normas fundamentales: la igualdad y la libertad políticas.
A primera vista se entiende que, sin esas categorías que intentan poner en gris a ciertos autoritarismos y despotismos, el investigador político encontraría muchas más dictaduras que democracias en la región. Para un analista, un régimen «híbrido» en el que la competencia política es limitada, en el que se celebran elecciones pluralistas pero con procesos electorales irregulares, en el que las instituciones representativas no actúan de modo independiente y en el que los derechos y libertades públicas están disminuidos, es una democracia incompleta o defectuosa, o un despotismo con rasgos pluralistas, y llegar tan lejos en la caracterización hasta hablar de autoritarismos cuasi competitivos y cuasi libres.
A la postre, son sólo ejercicios de retórica y un pobre servicio al conocimiento, porque contribuyen a un interesado esfuerzo de hacer creer que la libertad, el Estado de derecho, el republicanismo y la democracia soportan mediciones, y que a partir de las cuales hay abusos, arbitrariedades y licencias más o menos soportables. Pero todo lo contrario: como escribiera Montesquieu, «no hay peor tiranía que la que se ejerce a la sombra de las leyes y bajo el calor de la justicia».
