El papa Juan Pablo II demostró la importancia de enfrentar con urgencia el dilema entre la fe y la razón. Con ese propósito, promulgó en 1998 la encíclica Fides et Ratio. En efecto, históricamente —desde el oscurantismo de la Inquisición hasta nuestros días—, no solo en las entrañas de la propia Iglesia católica, sino en el comportamiento de toda la humanidad, el uso de la razón —entiéndase, discusión o diálogo— ha estado en contrapunto y en abierta discrepancia con la fe ciega —posturas irrenunciables y absolutas— a la hora de intentar ponernos de acuerdo o enfrentar los problemas que nos aquejan.
Un ejemplo palpable y reciente de esta paradoja, que plantea la encíclica antes mencionada, es lo ocurrido en la provincia de Bocas del Toro. Las acciones delictivas perpetradas por manifestantes y oportunistas del caos no responden a una rebeldía con causa, amparada en el convencimiento o el discernimiento que proporciona el uso de la razón. Muy por el contrario, la saña, el odio y la desproporción de las acciones cometidas solo pueden entenderse si están basadas en una fe ciega e irracional, que considera la violencia como un recurso idóneo para obtener los resultados esperados.
Ha quedado en evidencia, además, que para los extremistas —de los sectores involucrados en esta gesta— que utilizan como excusa la derogatoria de la Ley 462 para justificar el desasosiego y el trauma causado a toda la población, así como el irreverente irrespeto a los derechos de la inmensa mayoría de los panameños, la única forma válida de comunicación y diálogo consiste en aceptar sin cuestionamientos lo que ellos afirman.
Estamos claros, sin embargo, en que tildar de malos panameños a quienes disienten constituye un silogismo simplista y peligroso, tanto como lo son la represión o el rechazo de propuestas alternativas —si las hubiera—, que no es el caso de lo planteado por los manifestantes en torno a la Ley 462.
Los panameños tenemos, en efecto, la obligación moral de defender la verdad, pero con el auxilio de la razón. En democracia, la razón se manifiesta a través del razonamiento público, donde los ciudadanos discuten y deliberan sobre asuntos de interés común, buscando soluciones basadas en evidencia y argumentos lógicos. La democracia requiere, por tanto, que las decisiones se tomen considerando diferentes puntos de vista y procurando el bien común, en lugar de imponer una visión única. Esto fue lo que, afortunadamente para el país, ocurrió con la discusión y consulta de la Ley 462 a lo largo y ancho del territorio nacional, antes de su aprobación y promulgación final.
No podemos soslayar que, en el mundo actual, las técnicas de comunicación permiten manipular sentimientos, comportamientos, actitudes y formas de pensar disímiles. No en vano, Aristóteles señaló en su Retórica que “pertenecen al mismo arte lo creíble y lo que parece creíble”. En consecuencia, la verdad juega en abierta desventaja numérica, ya que es una sola: la reproducción íntegra de la realidad, mientras que las mentiras pueden tener infinidad de versiones, tantas como visiones deformadas de esa misma realidad puedan ser planteadas.
Esto también favorece la sustitución del discurso político racional por la seducción emotiva de una retórica falaz, que puede llegar a conculcar el sistema de valores y principios fundadores de nuestro régimen político. El predominio de la imagen —que suele abstraerse del contexto y presentarse sin matices— inclina la balanza entre razón y emoción hacia el lado del sentimiento.
A la postre, esto va consolidando una democracia sentimental, hacia la cual algunos estudiosos consideran que nos encaminamos, y que constituye además una señal inequívoca del fin de la prevalencia de la razón.
En efecto, nuestra sociedad es cada vez más voluble y emotiva. Esto fomenta la búsqueda de la satisfacción inmediata —lo quiere todo y lo quiere ya—, y provoca que los actos se midan exclusivamente por sus consecuencias inmediatas. En este contexto, la política se convierte en espectáculo y el político en objeto de consumo.
El elemento más violento de la sociedad es la ignorancia, y la volatilidad de los actos es una de sus consecuencias. Por ello, la población se torna impulsiva al momento de decidir, de manifestarse y de exigir cambios legislativos o sociales. Esto dificulta la implementación de políticas públicas que, además de reflexión, requieren tiempo para ser eficaces. El populismo y las distintas formas de clientelismo han sido la vía tradicional —o el recurso fácil— de los gobiernos para evadir este problema.
Para que exista diálogo, es necesario que toda opinión se exponga con pretensión de verdad y con disposición a escuchar, admitiendo la posibilidad de que la opinión contraria sea más racional. Nada de esto es posible si se niega la capacidad natural de la razón para encontrar la verdad. Si no estamos dispuestos a reflexionar al respecto, entonces, como dice el refrán, que cada palo aguante su vela.
El autor es pintor y escritor.