La maestra que me enseñó a leer y escribir

La maestra que me enseñó a leer y escribir

“¿Os habéis preguntado alguna vez cuántas veces al día dais las gracias? (…) ¿Os habéis preguntado alguna vez cuántas veces en la vida habéis dado realmente las gracias?”.

Esas dos preguntas aparecen en los primeros párrafos de la novela Las gratitudes, de la escritora francesa Delphine de Vigan; tales interrogantes resumen a la perfección el propósito de este artículo.

Me senté a redactar estas líneas para tributarle un agradecimiento póstumo a la maestra que me enseñó a leer y escribir: niña (así se le decía antes a las educadoras escolares) Mary Carrillo Soto, quien nació el 28 de junio de 1920 y falleció el 21 de febrero de 1984.

Fui su alumno en 1968, en el primer grado de la Escuela Jorge Washington, en San Ramón de Alajuela, una ciudad en la que en aquel entonces circulaban yuntas de bueyes y las viejas rivalidades con los vecinos de Palmares se dirimían a puñetazos.

Con la ayuda del Silabario Castellano, del educador costarricense Porfirio Brenes Castro, una pizarra verde en la que se escribía con tiza y una enorme vocación y abnegación, dicha educadora me ayudó a descubrir los maravillosos secretos de la ortografía.

Desempeñaba esa tarea aún más allá del aula, pues durante algunas tardes recibía en su casa, por iniciativa propia, a los alumnos que íbamos rezagados por ser un poco vaguillos. Su residencia, con pisos que brillaban como espejos, se encontraba en las inmediaciones del templo católico El Tremedal.

Yo formaba parte de ese grupo de escolares que, además de recibir instrucción extra, se deleitaba con los tosteles y refrescos que nos daba la niña Mary. ¡Valía la pena ir un poco atrasado!

Pienso en ella cada vez que leo el libro A ras del suelo, de Luisa González, y me encuentro con la niña Cristina, otra mujer sumamente comprometida con la educación.

Han transcurrido 57 años desde aquellas inolvidables lecciones que me ayudaron a terminar el primer año de educación primaria leyendo y escribiendo de manera fluida, lo que me ha permitido disfrutar, por más de cuatro décadas, de dos de mis actividades favoritas: leer y escribir.

¿Cómo no agradecerle entonces a la maestra que me ayudó a dar con éxito mis primeros pasos en la lectoescritura?

Le doy las gracias también a Gladys Reyes Carrillo, educadora pensionada y sobrina de Mary Carrillo Soto, con quien vivió muchos años y a quien consideraba su madre. Esta señora me recibió en su casa, ubicada a 75 metros de la Escuela Jorge Washington, el pasado viernes 30 de mayo, y me brindó bastante información sobre su tía y la foto que acompaña a este texto.

Me contó doña Gladys que su tía se jubiló en 1975 como educadora de la Jorge Washington, pero que antes había trabajado también en escuelas de Palmares.

Era hija de José Joaquín Carrillo Solís y Lucila Soto Fernández, quienes tuvieron 10 hijos y a los que la niña Mary cuidó y atendió hasta el final de sus días.

No se casó ni tuvo hijos, “pero amaba a los niños, se entregaba a ellos, era muy chineadora. Era un amor con los chiquitos”, recuerda su sobrina.

A la niña Mary le gustaba la música y bailar, así como tener el corredor de su casa lleno de macetas con muy diversas plantas y flores.

“Era una católica muy devota; todos los jueves rezaba al Santísimo. Además, lavaba a mano y planchaba divino, le gustaba dejar la ropa impecable, lucir bien. Otra cosa: siempre me decía que no me iba a dejar tener novio hasta que tuviera un título universitario”, cuenta doña Gladys.

Mary Carrillo Soto murió en el Hospital México al día siguiente de una operación quirúrgica que pretendía darle algún alivio en medio de una crítica enfermedad. Pasó sus últimos años en la compañía cariñosa de Warner Reyes Carrillo (hermano de doña Gladys) y su familia. “Ellos le dieron calidad de vida en medio de todo”, dice la sobrina.

De eso hace ya más de 41 años, pero nunca es tarde para ser agradecido con la maestra que me enseñó a leer y escribir.

josedavidgm2020@gmail.com

José David Guevara Muñoz es periodista.

Fuentes

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