El extremismo político ha demostrado, a lo largo de la historia, una y otra vez –sin excepción–, que no trae consigo soluciones, sino que más bien provoca dolor y confrontación social, cuando no una cauda de muerte y destrucción que deja una huella profunda que afecta a generaciones e incluso trasciende fronteras.
Los extremismos no hacen diferencia de ideologías políticas. Brotan como corrientes de derecha o izquierda, aunque siempre de manera radical y hasta violenta, para imponer sus puntos de vista y forma de actuar sobre corrientes más moderadas y, por lo tanto, más apegadas a los principios democráticos.
Josef Stalin, Adolfo Hitler y Mao Zedong compartieron en el siglo XX muchas similitudes. Los tres llevaron sus ideas políticas y acciones a extremos que en su momento eran inimaginables. Stalin y Mao consolidaron como gigantescas potencias comunistas a sus países, a costa de brutales represiones que costaron la vida a millones de personas.
Algunas estadísticas dicen que Stalin construyó el primer país comunista, la Unión Soviética (URSS), sobre los cadáveres de 17 millones de víctimas, mientras Mao lo superó, y se dice que más de 30 millones de chinos murieron para que él consolidara su poder extremista y absoluto.
Hitler guió su nacionalismo extremo a una campaña expansionista que llevó a la Segunda Guerra Mundial y cobró la vida de entre 70 y 85 millones de personas. Es evidente que la historia no puede aplaudir a ninguno de estos líderes, que bien podrían tildarse como líderes del extremismo totalitario que pretendieron imponer. Ninguno logró dejar sus obras o alcances como legado positivo para sus naciones o el mundo. Los tres ocupan, más bien, un lugar oscuro en la historia política de la humanidad.
Pero, como el hombre es un ser que suele tropezar una, dos o más veces con la misma piedra, pues parece que poco ha aprendido la humanidad de los errores y atrocidades cometidos por estos tres poderosos, autoritarios y desalmados líderes del siglo XX. Producto de esa falta de aprendizaje, que se refleja en la respuesta de sus fanáticos seguidores, es que en este siglo hay gobernantes que destacan por sus peligrosas ideas extremistas y confrontativas. Cuando se trata de líderes de naciones poderosas, la situación se vuelve más crítica, por las repercusiones que su ideario y acciones pueden provocar a nivel global.
Vladimir Putin, el autoritario líder del Kremlin, parece ser reencarnación de Hitler y Stalin. Su voracidad expansionista no cesa, y ahora sostiene que el pueblo ucraniano es ruso y, por lo tanto, toda Ucrania le pertenece a Rusia. ¿Cómo convencer a un extremista de su error? Las muertes en la guerra provocada no cuentan, solamente el resultado final.
Dos regímenes extremistas, Israel e Irán, están confrontados en otra guerra. Ambos manifiestan, por medio de sus líderes, que no cesarán en sus intenciones: uno, por destruir la capacidad nuclear iraní; el otro, dispuesto a acabar con los israelíes como nación.
Este 2025 trajo un cambio geopolítico en el mundo. El extremista Donald Trump asumió el cargo como el hombre más poderoso del mundo y ocupó la Casa Blanca. El Despacho Oval ha sido testigo, desde el primer día de su gestión, de la forma en que dispara sin parar controversiales órdenes ejecutivas que, lejos de contribuir a la paz y prosperidad de su país y el mundo, terminan echando leña al fuego a diestra y siniestra.
En el plano internacional, Trump no pudo esconder su afán expansionista –dijo querer ocupar Groenlandia, retomar el Canal de Panamá y convertir Canadá en estado de la Unión–; pretende ser, hasta ahora con poco éxito, el gran mediador en las guerras –Ucrania y Medio Oriente–, además de imponer sus puntos de vista, incluso ante sus propios aliados.
En el plano doméstico, trata de imponer sus políticas incluso por encima de la Constitución y leyes vigentes, por lo que muchas de sus órdenes ejecutivas se debaten en los tribunales. Si bien hay muchos países que mantienen un control migratorio, y se debe aceptar que es un derecho soberano, Trump ha llevado su causa antimigratoria a un extremo que raya en lo violento y, más bien, fomenta un sentimiento xenofóbico, especialmente contra hispanos que, por más que sean indocumentados, no se puede negar que se trata de cerca de 11 millones de personas que contribuyen a la economía estadounidense con su trabajo honesto.
Decir que todos son “delincuentes”, “asesinos” o “terroristas” no es más que un discurso extremista, que para nada contribuye a solucionar el problema. Al contrario, como se ha visto en las semanas recientes en California, su política promueve la confrontación y divide a la sociedad estadounidense.
En las posturas extremistas no se encuentran los principios democráticos, y más bien se fomenta la polarización, la violencia y la inestabilidad.
