Desde la ciudad de Niza, Francia, donde concluyó recientemente el Congreso One Ocean —evento científico de alto nivel enmarcado en la Tercera Conferencia de las Naciones Unidas sobre los Océanos (UNOC3)—, se ha emitido un mensaje ineludible: sin un océano sano, no hay futuro posible para la humanidad.
Durante estos días, más de 2,000 científicas y científicos de todo el mundo nos reunimos para presentar evidencia contundente y propuestas concretas para enfrentar la crisis oceánica. Este no fue un encuentro protocolario, sino una convocatoria al cambio sistémico. Porque el océano, que cubre más del 70 % del planeta, es mucho más que un paisaje azul: es un sistema vital que regula el clima, sostiene la biodiversidad y alimenta a más de tres mil millones de personas. También es una de nuestras últimas esperanzas frente a la crisis climática.
Las recomendaciones entregadas a jefes de Estado y de Gobierno son tan ambiciosas como claras: suspender las actividades destructivas en las profundidades oceánicas, erradicar la pesca ilegal y no reportada, avanzar hacia sistemas alimentarios marinos seguros y sostenibles, eliminar la contaminación plástica y descarbonizar el transporte marítimo. Todas estas acciones deben estar respaldadas por una base sólida: inversión sostenida en ciencia transdisciplinaria, gobernanza inclusiva y el fortalecimiento de una cultura oceánica que trascienda sectores, generaciones y fronteras.
Para países como El Salvador, estas discusiones no son periféricas. Somos una nación costera, profundamente vinculada al océano Pacífico. Su salud determina desde el bienestar de nuestras comunidades pesqueras hasta nuestra capacidad de adaptarnos al cambio climático. Sin embargo, la cultura oceánica aún no permea lo suficiente nuestras políticas públicas, nuestras estructuras educativas o nuestras estrategias de desarrollo.
Impulsar esta cultura significa reconocer la interdependencia entre los ecosistemas marinos y nuestras formas de vida; integrar el conocimiento local y ancestral con el conocimiento científico global; y dotar a juventudes, comunidades costeras y responsables políticos de las herramientas necesarias para ejercer una gobernanza activa y corresponsable del océano. También exige abandonar modelos extractivos e inequitativos y avanzar hacia una economía azul regenerativa y justa.
Desde este espacio multilateral reiteramos que actuar con base en la ciencia no es una opción: es una urgencia. Las decisiones que se adopten hoy —tanto en los foros internacionales como en los gobiernos nacionales y locales— definirán si el océano continuará siendo un aliado para la vida o si se convertirá en un punto de quiebre irreversible.
El Salvador tiene no solo el derecho, sino también la responsabilidad de ser parte activa de esta transformación global. Porque conservar el océano no es únicamente una causa ambiental: es una apuesta por nuestra soberanía, nuestra seguridad y nuestra continuidad como sociedad.
No hay desarrollo sostenible posible sin un océano sano. Y no hay océano sano sin decisiones políticas valientes y sustentadas en la ciencia.
