Si una familia resume la violenta historia nicaragüense así como la invencible aspiración de libertad y democracia para esa nación es la Chamorro Barrios; ambos periodistas, Pedro Joaquín fue una de las figuras más importantes en la denuncia contra los abusos de la dictadura somocista y Violeta retomó la estafeta dejada por su esposo y la llevó hasta la presidencia de su país, en el ahora increíble periodo entre la tiranía de Anastasio Somoza y la de Daniel Ortega.
Doña Violeta falleció la semana pasada, en el exilio, el mismo destino que han corrido miles de nicaragüenses amantes de la república, perseguidos por una dictadura con todas sus letras cuyos dirigentes decidieron hace años que la presidencia sea un cargo vitalicio y que mantienen los ejercicios electorales casi como una burla porque nadie compite contra los Ortega Murillo en igualdad de condiciones, porque el disenso y el pensamiento crítico están proscritos, porque en ese país el Estado considera enemigos a todos aquellos que no se arrodillan ante las excentricidades del déspota.
El modo en que Violeta Barrios se convirtió en la primera presidenta de la historia continental fue insólito, no porque las condiciones eran adversas y porque pareciera poco probable que Daniel Ortega y los sandinistas le ofrecieran la oportunidad de una contienda limpia, sino porque una persona que sufrió sucesivamente los encarcelamientos, el exilio y luego el asesinato de su esposo se presentó a competir con una promesa de reconciliación. Si al final su país se hundió de nuevo en la senda hacia una tiranía criminal no fue porque ella no luchará por sentar las bases de una democracia representativa duradera sino porque esa república se fue quedando sola.
El corazón de su legado no está en la épica jornada en la que venció a Daniel Ortega en las urnas, por más impensable que parezca hoy ese resultado, sino en los principios democráticos que exhibió al no asirse del poder, al no pretender mantenerse en él forzando las condiciones jurídicas ni torciendo la Constitución y a la elegancia con la que salió de la escena del mismo modo en que entró, impertérrita ante la tentación de continuar moviendo los hilos o ejerciendo presiones a la que otros en su lugar habrían sucumbido.
Hay que reconocer también el valor que tuvo el pueblo nicaragüense para apostar por el cambio en aquel contexto. Es que tanto entonces como ahora, ser demócrata y defender una plataforma de ese calibre es menos atractivo que las refulgencias de los discursos revanchistas y los movimientos inspirados en la persecución del enemigo interno, muchas veces preámbulo del fascismo. Doña Violeta creyó en la participación popular, en la igualdad, en las libertades fundamentales, en el estado de derecho, el pluralismo y la transparencia; ¿cuántos políticos latinoamericanos pelearían por el poder en esta época pregonando esos valores, sin verse seducidos por la gratificación inmediata prometida por el populismo?
Esa congruencia es tan difícil hoy como entonces, a menos que las convicciones hayan sido profundas, que el compromiso con el republicanismo y la democracia no sea postureo sino el testimonio de una vida; por eso la figura de la primera presidenta de Nicaragua y de América Latina continuará inspirando, enseñando y modelando, y sus banderas serán recogidas con orgullo el día que Nicaragua vuelva a ser una nación libre.