Otra vez la temporada lluviosa es motivo de zozobra para cientos de comunidades de renta baja a la orilla de ríos y quebradas en los centros urbanos del país. En esta oportunidad, es una sección de la zona de convergencia intertropical, cerca del Pacífico centroamericano, la que tiene una probabilidad del ochenta por ciento de transformarse en ciclón tropical en las siguientes horas.
Es un modo técnico de describir el nuevo disparador de la sempiterna vulnerabilidad del territorio y, por ende, de las ciudadanas y ciudadanos a los que la marginalidad les orilló a viviendas de alto riesgo y a un interminable ciclo de devastación y reconstrucción. Un observador de la historia moderna de El Salvador sostendría que eso ha sido así desde hace medio siglo, que los cinturones de pobreza alrededor de la capital se formaron desde el éxodo de decenas de miles de campesinos expulsados de Honduras, pero hay una variable que convirtió esta condición de pobreza endémica en una crisis humanitaria consistente: el cambio climático.
La primera gran alerta al respecto fue el huracán Mitch, que constituyó un hito en el tema de gestión de riesgo no solamente para El Salvador, sino para Centroamérica; desde entonces, los eventos climáticos extremos son cada vez más frecuentes y, por ende, no dan lugar más que al asistencialismo, sin margen para siquiera la preparación o la contingencia. Esa es precisamente una de las características del cambio climático —otras son el aumento de la temperatura y de las sequías—; lo más grave es que la frecuencia de los desastres hunde a países como este en un bucle de emergencias que, a la postre, supone cuantiosas pérdidas e incide decisivamente en la ralentización del crecimiento económico.
Después de tantos daños a partir de la mencionada destrucción ocasionada por Mitch (175 muertos, cientos de desaparecidos, 80 mil damnificados, más de diez mil viviendas dañadas y el 7 % de las escuelas destruidas), en El Salvador ni siquiera la sucesión de fenómenos naturales —Adrián, tormenta tropical Stan, Ida, Ágata, Depresión 12 E, etcétera— propició una conversación nacional lúcida y comprometida de cara al cambio climático, entre otros motivos porque es inevitable explicarlo a partir de la depredación y destrucción medioambiental en El Salvador, la contaminación y la creciente vulnerabilidad en la que esos fenómenos dejan a la población, con saña en la de renta más baja.
La otra situación que cambió recién es que, si los programas de asistencia social gubernamentales eran insuficientes para promover el bienestar y que no hubo durante muchos años una política social integral que reconociera que los programas de protección a los más vulnerables deben ser complementarios a las políticas universales, la cobertura que el Estado brindaba a la ingente población más necesitada disminuyó con algunas de las medidas de ajuste fiscal, con la contracción de la inversión en varias carteras y con la reconfiguración del mapa político-administrativo en lo tocante a las alcaldías. Agréguese que la labor que decenas de oenegés hacían en auxilio a las municipalidades también entró en una pausa el último mes, debido a situaciones de las que la ciudadanía es completamente ajena.
No es un panorama esperanzador. Se requiere de mucha voluntad política y de empatía con la población para reconocer que algunas decisiones han sido precipitadas y que la vulnerabilidad aumentó de modo acelerado los últimos años, ya no sólo por inacción, sino por la misma actividad del Estado.
